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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

España, un gran país (pero ojo...)

La imagen en la cumbre de la OTAN ha sido estupenda, pero acabados los fuegos de artificio aquí se quedan los problemas de siempre…

Actualizada 09:33

Un finlandés que no haya viajado jamás a España, y al que le haya dado la ventolera de ponerse a seguir la cumbre de la OTAN, se habrá quedado con una impresión magnífica, la de un gran país. Un aeropuerto de ultimísimo diseño. Las poderosas avenidas de La Castellana, flanqueadas por la mejor arquitectura moderna y los elegantes palacetes de finales del XIX y comienzos del XX. La majestuosidad del Palacio Real, que atestigua un pasado imponente. Los pabellones de Ifema, versátiles e inmensos. Los tesoros perfectamente mantenidos del Museo del Prado (bien visibles en la cena que organizó allí la dinastía Sánchez-Gómez a su mayor gloria). El Teatro Real. Las calles del lujo. El empaque diplomático de los propios Reyes (los de verdad, no Los Sánchez).

Los mandatarios extranjeros habrán visto también, aunque sea a través de los cristales tintados de sus berlinas, un país próspero, animado, de aspecto ordenado y muy seguro. Madrid les habrá parecido una metrópoli al nivel de las mejores.

España es, en efecto, un gran país, con infraestructuras magníficas y una de las mayores calidades de vida. Posee además la solera de un pasado muy ilustre, que le permitió influir en el curso del mundo de un modo que muy pocas naciones han logrado: contribuyendo a hacer universal la religión católica y convirtiendo su lengua en la cuarta más hablada de un planeta donde existen 7.097.

Pero el finlandés que haya admirado el poderío de España viendo los fastos de la OTAN se habrá llevado una impresión incompleta. El país tiene doble cara y alberga en su seno los gérmenes que pueden corromperlo. La hermosa fachada de España es hoy un poco de cartón piedra. La unidad de la nación está amenazada, y con un Gobierno aliado con quienes la amenazan. El país está viviendo a crédito, pegándose una fiesta que en realidad no puede pagar. En contra de lo que solemos pensar, distamos de ser un pueblo laborioso. La productividad por trabajador es muy baja y sigue cayendo (un 14 % desde el arranque de este siglo hasta el 2021). Padecemos un gran déficit en innovación y además se curra poco. En Singapur, que va como un tiro, trabajan como media 44,8 horas por semana; en China, 41,7 horas; en Polonia, 38,9… aquí, 32,4 horas. Eso sí, junto a los gabachos somos líderes en vacaciones pagadas. Cada día, 1,2 millones de españoles no acuden a sus puestos de trabajo (por bajas y otros motivos). Por algo fuimos los inventores de la novela picaresca.

Ante esta situación, España necesita una auténtica revolución a favor del esfuerzo y la excelencia educativa. Pero nuestros gobernantes han optado por lo contrario. Esforzarse es rancio y conservador. Lo progresista es una igualación en la medianía.

En paralelo, existe un problema político creciente, que podríamos llamar para resumir «la argentinización de España»: descrédito de las instituciones, falta de respecto a las reglas del juego que nos hemos dado todos y subvenciones de corte peronista con fines electorales.

El retrato que no queremos ver lo completa una demografía de peli de terror de la Hammer. El egoísmo hedonista y la epidemia de sueldos bajos –provocada en parte por la pésima productividad– hacen que ya no queramos tener hijos, pues resulta caro y cansado (y además obligan a asumir responsabilidades y te fastidian el «finde» de los viajes y las «cañitas» con los «coleguis»).

Así que el finlandés habrá visto en la tele un país muy pintón, pero que como no espabile un poco… Seguimos viviendo de la cultura del esfuerzo de nuestros padres y abuelos y de su obra de concordia política. Pero ahora nos toca a nosotros modernizar el buque e imprimirle más potencia, y lo que estamos haciendo es abrirle vías de agua en el casco.

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