«Era… lo peor»
¿Cambiamos las personas con el paso de los años? ¿Es posible corregir las cartas temperamentales que recibimos en la cuna?
El filósofo inglés Thomas Hobbes murió en 1679, a los 91 años, edad avanzadísima para su época. Hijo prematuro, aseguraba que el parto se precipitó por el temor de su madre ante las alarmantes noticias sobre la Armada Invencible española. «Mi madre tuvo dos gemelos: yo y el miedo», comentaba en su madurez. Tal vez de ahí brota su pesimismo sobre la condición humana (o su realismo). Hobbes hizo suya la cita del comediógrafo latino Plauto para repetir que «el hombre es un lobo para el hombre». Desde su punto de vista, el estado natural previo al Gobierno es «una guerra de todos contra todos». Al no existir límites, cada persona se dejaría llevar por su egoísmo, por la defensa de sus intereses y de su propia vida, generándose una situación de guerra y caos. En esa situación, la existencia humana se torna «solitaria, pobre, desagradable, brutal y baja».
La solución es un pacto social que propicia la aparición del Estado, institución que Hobbes denomina el «Leviathan». Las personas ceden sus derechos para que el gobernante les garantice la paz y sus propias vidas. Ahora bien, si ese gobernante absolutista falla y no cumple lo que ha rubricado con los individuos, estos tienen derecho a sustituirlo. Esa salvedad hace que muchos no consideren a Hobbes un absolutista de manual, sino un pionero del liberalismo. Con él se abrió la fascinante senda que concluyó con la afirmación del derecho inalienable de las personas a la vida, la propiedad y la libertad.
La teoría de Rousseau es diferente. Mientras Hobbes piensa que el estado natural del hombre sería la guerra permanente, el pensador suizo, de mentalidad romántica, cree que antes de la aparición de la civilización el ser humano era angelical. Para Rousseau, el hombre es bueno por naturaleza y lo malea la civilización. Pero al igual que su par inglés, llega también a la conclusión de que la Arcadia feliz no funciona, porque las precariedades y las catástrofes naturales hacen necesario algún tipo de acuerdo de gobierno. La solución según él es un «contrato social», por el que el pueblo solo se obedecerá a sí mismo. Aunque Rousseau será invocado como un faro de libertad en las sucesivas revoluciones democráticas, en realidad anida en su pensamiento un pernicioso abono del totalitarismo. Su modelo propicia que un tirano se erija en representante de esa «voluntad popular» a la que todos debemos someternos. Rousseau abomina de los contrapoderes y del Gobierno mixto. Bajo su carcasa romántica, desde su siglo XVIII ya está abriéndole la puerta a Hitler, al líder que se funde con su pueblo, y por tanto puede hacer con él lo que le plazca.
Todo este debate es fascinante: ¿somos buenos por naturaleza o seres dirigidos por el puro interés, que sin un acuerdo civilizador sucumbiríamos a un caos permanente? Mi experiencia personal y mis instintos liberales me llevan a estar más de acuerdo con Hobbes, con su visión realista de lo que somos, que con Rousseau. Todos lo hemos experimentado: el ser humano resulta extraordinariamente falible y volátil. Las personas no estamos dibujadas en blanco y negro, sino en una difusa gama de grises. El mismo individuo puede ser un villano en un momento dado, o cotidianamente, y comportarse como un gran héroe benefactor en otro instante de su existencia.
Y aquí surge otra pregunta muy interesante: ¿las personas podemos cambiar, o acaso las cartas que hemos recibido de cuna marcan para siempre nuestra forma de ser y nuestro comportamiento? Mi opinión, que por supuesto puede estar perfectamente equivocada, es que los seres humanos podemos hacer un gran esfuerzo volitivo y corregirnos, abandonado ciertos comportamiento nocivos y/o lamentables. Pero en general, en cuanto se rasca un poco, nuestra personalidad original permanece casi intacta a lo largo de nuestra vida. El anciano que seremos se parece como una gota de agua al joven que fuimos, aunque la edad atempere las pasiones y aunque la fe religiosa y el amor de Dios puedan ayudarnos a corregirnos.
Hace unos cuatro meses, se me acercó una persona al acabar un encuentro público con diversos profesionales, en el que tuve la oportunidad de participar. Su mirada transmitía sinceridad, incluso un cierto candor, y parecía azorado por lo que me iba a contar. Arrancó con un tímido, titubeante, «creo que es bueno que lo sepas». Y acto seguido me retrató en tres brochazos sintéticos la personalidad de un tipo que había sido compañero suyo en las actividades deportivas de su juventud: «Era… lo peor. Era el típico siempre dispuesto a abusar de los débiles y pelota con los fuertes. En el grupo nunca nos gustó. Si nos hubiesen dicho que iba a llegar a donde ha llegado nos habríamos reído, no nos los creeríamos. Era una de esas personas que no sienten ni padecen, al que solo le interesaba lo suyo. Era un…». Y entonces pronunció un sustantivo que no voy a repetir.
¿Habrá cambiando aquel joven? ¿Habrá mejorado su entraña moral con el devenir de los años? Siento decir que parece que no. Ha cumplido exactamente lo que apuntaba entonces. Y no parece que vaya a tener arreglo. En su caso se cumple a pie juntillas la máxima de Plauto y Hobbes, «el hombre es un lobo para el hombre», rehén del interés de su supremo egoísmo.