Con el chándal bolivariano
Nuestra desgracia es que, al igual que Díaz, Sánchez ha entrado en fase electoral. Han perdido la sintonía de la calle y sus discursos contra los supuestos poderosos suenan a fábula en la gran mayoría de los oídos de los sufridos ciudadanos
Agosto, un mes tradicionalmente favorable para el empleo, ha dejado más de cuarenta mil nuevos parados. Son casi tres millones de personas las que están desempleadas en España. La tasa duplica la media europea y todo apunta a que seguirá subiendo.
A la luz de las cifras y los pronósticos, Yolanda Díaz tiene por delante una tarea ingente. El principal y casi único cometido de la vicepresidenta es remover todos los obstáculos del mercado laboral que impiden la creación de puestos de trabajo. Con ese fin, debe ocuparse también de que los desempleados puedan acceder a una formación adecuada y suficiente para regresar cuanto antes al mercado y de que dispongan de una renta justa y suficiente para vivir. Es una tarea ingente que, en el año y medio que resta hasta las elecciones, no tendría tiempo de acabar. Pero, a cambio del sueldo público que recibe, está obligada a dedicar todos sus esfuerzos en la consecución de ese fin. Nada más noble que dedicarse a mejorar las condiciones para que la gente a la que dice representar pueda vivir dignamente.
Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad. A la vista de que todo es susceptible de empeorar, gracias, en buena medida, a la errática y desacertada gestión del Gobierno del que forma parte, la antaño amiga de Pablo Iglesias ha decidido colgar la camiseta de vicepresidenta responsable de los asuntos de Trabajo, no vaya a ser que se manche y, sin renunciar a casa, coche, despacho y demás prebendas oficiales, colgarse el cartel de candidata electoral.
Desde que ha regresado de sus vacaciones, Yolanda Díaz ha anunciado una nueva subida del salario mínimo tratando de provocar al servicio de estudios del Banco de España, ha arremetido contra los empresarios empleadores agitando a los fieles sindicatos y a la calle contra ellos y ahora está decidida nada menos que a estrangular el mercado de bienes y servicios fijando artificialmente y por decreto los precios.
A nadie se le oculta que la cadena de suministro es un cuello de botella en el que los millones de pequeños productores y transportistas están obligados a tragar con las leoninas cláusulas que fijan en los contratos las grandes empresas de producción y las cadenas de súper e hipermercados y distribuidores. La ley de cadena de suministro, que trataba de garantizar un precio justo para cada eslabón, el gran proyecto del amigo y compañero de Díaz, Alberto Garzón, ha resultado ser un fiasco más que anotar en su hoja de servicios publica. Pero, lejos de urgirle a que corrija los errores o negligencias, Díaz ha decidido tirar por la calle de en medio y dedicarse ella sólita a controlar los precios.
En Bruselas ni se han molestado en responder a su bravata. Una iniciativa que choca frontalmente con el mercado libre y con una conclusión asegurada: inflación y desabastecimiento. No hay más que darse una vuelta por los países de Iberoamérica acogidos al totalitarismo bolivariano para comprobarlo.
Nuestra desgracia es que, al igual que Díaz, Sánchez ha entrado en fase electoral. Han perdido la sintonía de la calle, sus discursos contra los supuestos poderosos suenan a fábula en la gran mayoría de los oídos de los sufridos ciudadanos. Seguirán intentándolo. Acorralados por unas encuestas que dibujan un desastre todavía contenido para lo que advierten los sociólogos, no habrá nada que les frene en su deriva populista y temeraria.