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Desde la almenaAna Samboal

Pedro, ante el fantasma de ZP

Zapatero calificó de antipatriotas a los que advertíamos de la crisis económica que se avecinaba, Sánchez tacha de insolidarios y egoístas a los hosteleros que necesitan ver los monumentos iluminados para seguir atrayendo clientes a cenar

Actualizada 02:09

Cuentan los visitadores de la Moncloa que, en estos días de canícula y negros nubarrones en el horizonte, una de las preocupaciones que quita el sueño a los asesores del presidente es el riesgo de que el mandato de Sánchez acabe como su ilustre predecesor socialista.

En el primer capítulo de El dilema, el libro en el que José Luis Rodríguez Zapatero intenta lavar su conciencia o la cara para la historia, recuerda aquella noche sin dormir, antes de anunciar al Congreso una congelación de las pensiones sin precedentes y un histórico recorte del salario de los funcionarios. Él, que confundía las recomendaciones de Merkel con los consejos de una colega y que, a diferencia de los italianos, salía relajado de los consejos europeos en los que el FMI le urgía a pedir el rescate, se dio, un día de mayo, de bruces con la realidad. El resto de la obra demuestra que sabe usar con propiedad los términos keynnesiano o ricardiano tras las dos tardes de economía de Jordi Sevilla y seiscientos días de vértigo, pero poco más. De su relato se desprende la sensación de que el hombre que se sentía ungido para llevar a buen término la noble misión de restituir subsidios y derechos sociales para los pobres españoles, se topó con una herencia envenenada y la mala fortuna de una crisis global.

El fantasma de su espíritu atribulado, como el de sus predecesores, porque ninguno ha salido bien de la Moncloa, acecha a Pedro Sánchez. Está cometiendo, uno tras otro, los mismos errores.

Ante una crisis financiera de libro, Zapatero tiró de gasto público. Él, que achacaba a la exuberancia de la construcción y a la saturación del mercado inmobiliario muchos de los males de la economía, no dudó en usar la chequera para dilapidar en ladrillos en cada municipio con el fin de maquillar el incipiente crecimiento del paro. España tenía margen para endeudarse y, cuando llegó al Congreso tras la noche de insomnio, había dilapidado lo que ya tenía y el crédito de los que vendrían después. Ése fue el origen de todos nuestros males.

Ante una crisis energética global, provocada por un shock de oferta, Sánchez vuelve a tirar de chequera, aunque no tenga fondos, para alterar artificialmente el mercado enviando señales equivocadas a los consumidores. Los sufridos ciudadanos demandan más gasolina y electricidad de la que se podrían permitir, gracias a la subvención del Gobierno y, sin embargo, deben adaptarse a las temperaturas de la calefacción y el aire acondicionado que le imponen so pena de recibir una multa. Todo, convenientemente administrado por la manirrota ministra de Hacienda.

Lo llaman estrategia de ahorro, cuando es un plan de racionamiento de libro. Y no ha hecho más que empezar. El modelo de crecimiento está agotado y las cifras del paro en julio advierten de un otoño difícil al que ni Nadia Calviño se atreve a poner paños calientes.

Con este panorama, a un año de las elecciones autonómicas, en la que cada reyezuelo se juega su propio sustento ante los votantes, la rebelión estaba cantada. Isabel Díaz Ayuso, a la que olfato político no le falta, ha abierto la veda y se irán sumando los barones hasta dejar reducido a la nada el mandato presidencial. «Es la ley», ha venido a decir Pedro Sánchez después de bajarse los pantalones ante la Generalitat, provocando la hilaridad, cuando no un monumental cabreo, en buena parte de España.

Zapatero calificó de antipatriotas a los que advertíamos de la crisis económica que se avecinaba, Sánchez tacha de insolidarios y egoístas a los hosteleros que necesitan ver los monumentos iluminados para seguir atrayendo clientes a cenar, a los comerciantes que pretenden exhibir su mercancía ante el escaparate o a los simples transeúntes que quieren llegar solos e iluminados, incluso borrachos, por las noches a su casa. Su mal es el síndrome de la Moncloa, transmite la impresión de que empieza a sentirse acorralado.

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