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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Oxímoron: 'premier' inglés ¡abstemio!

O como la política va perdiendo color, humanidad y sentido del humor para vivir solo pendiente de la taquicardia demoscópica y las redes sociales

Actualizada 09:37

La buena de Bessie Braddock fue una izquierdista de vieja escuela, que se pasó toda su vida peleando contra las deplorables condiciones de vida en los barrios deprimidos del norte de Inglaterra. Bessie, vecina de Liverpool y diputada laborista desde 1945 hasta su muerte en 1970, era fortachona y no muy agraciada (viéndola con sus gafitas redondas caladas incluso recuerda un poco a Benny Hill, o al cómico que hace de Mrs. Brown en la BBC). Cuando se murió le rindieron grandes tributos. Se llegó a decir que era la mujer más popular de Inglaterra tras Isabel II. Pero si se la recuerda hoy es por una conocida anécdota, tal vez exagerada, o incluso apócrifa. Una noche de 1946, Bessie, que ni bebía ni fumaba, se cruzó en los Comunes con un chisposo Churchill, entonces líder de la oposición. «Winston, estás borracho. Y lo que es peor, diría que desagradablemente borracho», le reprochó la diputada. La respuesta fue tremenda, impensable en en estos días de la corrección política: «Bessie, querida, eres fea, desagradablemente fea. Pero la diferencia es que yo mañana estaré sobrio».

Mucho se ha hablado de la intimidad de Churchill con la botella, probablemente exagerada por él mismo como parte de su permanente campaña de imagen, pues nada gusta más a los ingleses que un toque excéntrico. Pero aún así parece claro que su hígado trabajó lo suyo… A los 25 años lo enviaron como corresponsal a cubrir la Guerra de los Boer. El joven Winston se dirigió al frente con un arsenal de 36 botellas de vino, 16 de whisky y 6 de brandy. Cuando le señalaron semejante alarde, el reportero argumentó que era para evitar problemas con el agua no potable. En su edad provecta, ya como estadista, hacía la siguiente reflexión sobre cómo cuidar la salud: «Cuando era joven tenía como norma no beber antes de la comida. Ahora mi regla es no hacerlo antes del desayuno». ¿Cuánto trasegaba en realidad Churchill? Pues realmente una burrada, al menos para los estándares actuales. Se cree que seis copas diarias de champán o vino y seis entregas de unos dedos de brandy o whisky. Si estaba de buen humor, a veces se llevaba a todo el gabinete al hotel Savoy a darle al espumoso.

Junto con los escandinavos, que beben mal, y los españoles, que bebemos socializando, pocos pueblos habrá que mantengan una intimidad con el alcohol mayor que la de los ingleses. En el Reino Unido se bebe vino y champán hasta en los cines. Se ventilan pintas como si fuesen cortos de cerveza. Se sirven copazos de vino de un tamaño que aquí reservamos para los gin tonics.

Hasta que se popularizó el consumo de té y café, se cree que el estado mental permanente de los londinenses era una cierta nebulosa alcohólica, pues solo libaban cerveza. En el siglo XVIII la capital sufrió un auténtico frenesí beodo. Ante los conflictos con los franceses, al Gobierno se le ocurrió aprobar leyes proteccionistas para que el pueblo se pasase del brandy galo a los destilados locales. El resultado fue la llamada «locura de la ginebra», con el respetable totalmente beodo y despendolado.

Boris Johnson proclamaba en su etapa como articulista –a la que pronto volverá– que «cuando me pongo a escribir, un segundo gin tonic me da alas». De hecho un incidente con el alcohol en el Número 10, en plena etapa de restricciones covid, fue lo que acabó costándole el poder. La Reina Madre era célebre por sus animosos copazos a edades más que del Imserso. El mapa carmesí que adorna los carrillos de Carlos III insinúa que no solo se hidrata con zumo de naranja. El más dotado de los futbolistas que han pasado por la Premier, el genial loco norirlandés George Best, se bebió hasta el hígado que le pusieron en un trasplante de emergencia y dejó esta frase-epitafio, de arrepentimiento cero: «Gasté mucho dinero en chicas, coches y alcohol. El resto, lo malgasté».

Del magnífico Pitt el Joven, primer ministro a finales del XVIII y comienzos del XIX, se dice que caldeaba su mejor oratoria con la inspiración de una botellita previa de Porto. Toda esta jarana etílica va a desaparecer en breve de la primera magistratura del Ejecutivo británico, porque el nuevo premier, Rishi Sunak, es abstemio por su fe hinduista. Sunak, hijo de una familia india de éxito, que había emigrado a Kenia antes de saltar a Inglaterra, estudió en el fino internado de Winchester y luego en Oxford y Stanford. Trabajó en Goldman y más tarde hizo un buen capital en varios fondos de inversión. Es un político cabal, atildado y convencional. Pero como se preguntaría uno de los más finos cronistas ingleses, Ray Davies, el cerebro de los viejos Kinks: ¿y dónde queda la poesía?

La política se ha vuelto pesadísima. Existen patrones preestablecidos de líderes, que se repiten a derecha e izquierda, siempre con la misma sarta de tópicos, con una carencia absoluta de sentido del humor y un radicalismo doctrinario que impide entenderse hasta en lo más básico. A veces pienso que les sentarán bien tomarse unas cañas sin prisas, comportarse un rato como personas normales y distendidas. Dejar de hacer el Bolaños. Dejar de pensar por un instante en la calculadora electoral para centrarse en el interés genuino del país, que no pasa exactamente por sus ombligos.

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