Amor en Atocha
Allí estaban esos dos sabios dándome una lección, amándose, cuidándose, compartiendo los tiempos vacíos que la vida les imponía
El martes por la tarde viajé en AVE a Málaga. Hacía tiempo que no iba a Atocha. Llegué como siempre con prisa y sin tiempo. Perdía el tren. Ya entré acelerada en la estación persiguiendo a mi tambaleante troley precipitado por una inercia descontrolada, me faltaban manos: la cartera, las gafas de presbicia, el abrigo enredado con el bolso, buscaba el billete preparándome para el control de seguridad. Cuando estaba a punto de enfilar las rampas metálicas de acceso a las vías, note zumbar mi móvil (reconozco que soy uno de esos pecadores que han sucumbido sin remedio ante el asedio del nuevo orden del mundo digital y voy siempre con el móvil en la mano como si se tratase de un apéndice más de mi cuerpo), me distraje mirando fugazmente la pantalla y me pegué una tozolada escandalosa. Bajaba por una rampa que automáticamente subía. Recuerdo caer a cámara lenta preocupada por salvar la vida al móvil. Como una imbécil. Soy una de esas personas de timidez natural unida a una torpeza congénita con la que nací, y suelo verme avocada a vivir este tipo escenitas en público. Siempre he opinado que los gestos de dolor estilo jugador de futbol son energía mal empleada y es mejor conservar las fuerzas para aparentar aplomo y compostura, así que me sobrepuse al palpitante dolor que anunciaba un esguince de tobillo, recogí la poca dignidad que me quedaba y cojeé hasta mi móvil que esperaba como para ser triturado en el encaje dentellado de rampa asesina. Pantalla rota, pero seguía zumbando. Llegué a mi vagón, butaca 7A, el tren salía en hora. Humillada y abrumada por la perspectiva de un silencio digital de dos horas. Opté por observar la vida a mi alrededor.
Fue entonces cuando los vi: eran una pareja, mayores, españoles de toda la vida. Él, alto discreto y elegante al estilo tradicional, empujaba con pundonor por el andén la silla de ruedas en la que iba ella, a su vez, esbelta, casi élfica y una mirada de sabiduría que amarilleaba anunciando una grave enfermedad. Llevaba una bolsa de flores sobre las rodillas y ambos paseaban entretenidos mirando todo tipo de curiosidades parando al dictado de ella. Pararon a salvar la vida a un caracol que cruzaba lentamente; pararon a mirar una frágil florecilla que se abría camino en una grieta en el hormigón; elevaron la vista para comentar algo sobre los vidrios del techo que hay sobre los trenes que, por primera vez observé, y me retrotrajeron a la siderurgia industrial de fin de siglo XIX. Andaban sin prisa hacia mi tren con una paz que desafiaba al trajín imperante. Sonreían, disfrutaban, se cuidaban. Me quedé atónita pegada al cristal. ¿Es eso en lo que consiste el desconocido y misterioso tiempo de la vejez? ¿En andar tan paradójicamente sobrados de un tiempo menguante como para dedicarse a la mera observación de lo que te rodea, desafiando la soledad colectiva en la que vivimos el resto de nosotros, tan acelerados, tan pendientes de zumbidos y mails que ni miramos lo que nos rodea?
Allí, en Atocha, estaban esos dos sabios dándome una lección, amándose, cuidándose, compartiendo con miradas cómplices los tiempos vacíos que la vida les imponía, demostrándonos cómo eran más capaces que ninguno de encauzarlos, de dirigirlos, de gozarlos. Nosotros, frente a ellos, éramos una fauna absurda actuando al dictado de prisas y zumbidos inoportunos, pasando por la vida sin tocarla. Mi ignorante soberbia se permitió un instante de lástima por su bonita historia de amor ante su final inminente y entonces desperté. ¿Qué me hacía pensar que mi final sería posterior al suyo? Hace cinco minutos casi me mato estúpidamente por no mirar…
Aquellos sabios me hicieron pensar en lo efímero del tiempo, mi vulnerabilidad y la impotencia desoladora que se siente cuando se te niega, sin negociación posible, el único bien irrecuperable: el tiempo. Recordé la carta de despedida de García Márquez en la que añoraba un trocito más de vida con la que amar a los suyos. Pensé que desde ese día mi teléfono ya podía vibrar y vibrar. Que yo me voy a dedicar a vivir y vivir.