El despotismo de la mayoría
Existe una ley general hecha, o cuando menos adoptada, no sólo por mayoría de tal o cual pueblo, sino por la mayoría de los hombres. Esta ley es la justicia
El diagnóstico es claro. La democracia en España se está transformando en despotismo. Podemos preguntarnos entonces por la genealogía del proceso y por las formas de evitarlo. Quizá sea Alexis de Tocqueville, el mayor pensador político y social del XIX, la guía más segura. Afirmó, para escándalo de muchos, que el despotismo es el mayor peligro de los tiempos democráticos. La concentración de poderes introduce el despotismo de la mayoría, y la democracia favorece la concentración del poder. «La primera y, en cierto modo la única condición necesaria para la concentración del poder público en una sociedad democrática es que ese poder muestre amar la igualdad, o así logre hacerlo creer. De este modo, la ciencia del despotismo, antes tan complicada, se simplifica; se reduce, por así decirlo, a un principio único». El poder de la mayoría tiende a hacerse irresistible. Esto tiene consecuencias peligrosas y funestas. El despotismo de la mayoría destruye la justicia. La mayoría del pueblo no tiene derecho a hacerlo todo. Existe una ley general hecha, o cuando menos adoptada, no sólo por mayoría de tal o cual pueblo, sino por la mayoría de los hombres. Esta ley es la justicia. La justicia constituye, pues, el límite del derecho de todo pueblo. La verdadera pasión de los hombres en los tiempos democráticos es la igualdad, no la libertad.
Tocqueville enuncia seis medios para evitar el despotismo: la proliferación de asociaciones, las instituciones municipales, la ilustración de los ciudadanos, la libertad de prensa, el poder judicial y los derechos individuales. Por eso los enemigos de la libertad procuran desactivar estos cinco medios, muy especialmente la ilustración de los ciudadanos, la libertad de prensa y la independencia del poder judicial. Todo es tan claro como profetizado y advertido. La actualidad española confirma todo esto. El jueves pasado se consumó en el Congreso de los Diputados la agresión a la independencia del poder judicial y la pretensión de convertir al Tribunal Constitucional en dócil sucursal del Gobierno. Salvo que el propio Tribunal lo remedie. Quien piense que la democracia preserva de la tiranía se equivoca. Los enemigos de la libertad no se recatan y proclaman, sin vergüenza, que ni el Supremo ni el Constitucional pueden impugnar una ley del Parlamento. Para ellos, la división de poderes constituye un estorbo, un procedimiento fascista para falsificar la democracia. Quienes aspiran a instaurar la tiranía intentan remover todos los obstáculos que se oponen a su objetivo. Toca ahora el turno al poder judicial. Tocqueville afirma que uno de los grandes medios que en los Estados Unidos se introdujo para proteger la libertad fue la institución de jueces independientes. Jamás en ningún otro lugar se había concedido tan gran poder a los jueces. Cualquiera de ellos está autorizado para dejar en suspenso una ley o una decisión del Gobierno si considera que su aplicación puede ser contraria a la Constitución. Naturalmente, no es la última palabra, pero ésta no la tiene ni el presidente ni el parlamento, sino el Tribunal Supremo. Si no hay límite al parlamento, si la ley es omnipotente, incluso frente a la Constitución, la libertad muere. Y, tarde o temprano, también la igualdad.
La mejor manera de evitar este despotismo es el apego a la libertad que tengan los ciudadanos y la ilustración necesaria para comprender la naturaleza del peligro. La libertad, como los derechos, no es algo que el poder concede, sino algo que uno se toma. Sólo si la mayoría de los ciudadanos piensa, con Tocqueville, que la naturaleza del amo importa bastante menos que su existencia, y, con don Quijote, que la libertad es algo por lo que los hombres deben arriesgar sus vidas, podremos detener este infame proyecto.
Tocqueville termina La democracia en América con estas palabras: «Las naciones de nuestros días no pueden impedir la igualdad de condiciones en su seno; pero de ellas depende que la igualdad las lleve a la servidumbre o a la libertad, a la civilización o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria». Nuestro Gobierno ha emprendido el camino hacia la servidumbre, la barbarie y la miseria. Es nuestro derecho y nuestro deber impedirlo.