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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

No hay ateos en el campo de batalla

Cuando llega la partida final todo se reduce a un dilema muy evidente: o Dios, o un vacío infinito

Actualizada 10:33

El músico y poeta australiano Nick Cave, de 65 años, fue niño del coro en una catedral católica y se ha pasado toda su vida en una lucha agónica entre el escepticismo y la fe. Al filo de su sexta década de existencia se vio golpeado por lo peor que te puede pasar, la pérdida de un hijo; en su caso, dos. Primero murió Arthur, de 15 años, que se mató al despeñarse por una acantilado de Brighton en un subidón de LSD. Más tarde falleció su hijo Jethro, de 31 años. El dolor devastador de esas pérdidas ha devuelto a Nick Cave a la práctica cristiana de su infancia. Cuenta que ha retornado a la Iglesia. Explica que las palabras «oración, gratitud, devoción y gracia», «incómodas para mucha gente», son al final «el corazón de todo». Cave concluye que «creer es bueno para ti».

Este siglo XXI nos ha dejado la epifanía de dos músicos que siguieron trabajando hasta su último aliento, David Bowie y Leonard Cohen. El artista canadiense tuvo como abuelo materno a un sapientísimo sabio talmúdico, el rabino lituano Solomon Klonitsky-Kline. La religión resulta indisociable de la vida de aquel literato galanteador, que nunca dijo que no a un buen vino, una mujer hermosa, un verso redondo o un chiste inteligente. «Tuve una infancia bastante mesiánica», bromeaba. En su exploración espiritual, Cohen incluso se pasó un lustro entero como discípulo de un rechoncho maestro zen japonés, en un templo en lo más alto de una montaña californiana. Cuando bajó de las altura se encontró con que su contable lo había desplumado. Casi octogenario, hubo de volver a la carretera para rellenar la cuenta bancaria. Leonard grabó su último disco, ya moribundo y con fuertes dolores de huesos, en la sala de su casa suburbial de Los Ángeles. Esa despedida destila calma y aceptación: «Estoy listo, señor», salmodia con su voz gutural de barítono. Cohen está tan relajado que incluso escribiendo su epitafio continúa soltando algunas de sus negras humoradas.

David Bowie fue a lo largo de su vida una suerte de agnóstico, con algún que otro coqueteo espiritual exótico. Habilísimo publicista de sí mismo, llevó a cabo una promoción nunca vista: se murió a los 69 años, solo dos días después de publicar su último disco, el magnífico canto del cisne titulado Blackstar, lleno de alusiones a su situación terminal (que nadie supo ver hasta que la parca las hizo dramáticamente patentes). Bowie llevaba ya un tiempo pegándose con un cáncer de hígado que sabía que lo derrotaría. Pasados unos meses de su muerte, que acaeció el 10 de enero de 2016, la gente de su círculo íntimo comenzó a revelar algunos detalles de sus últimos días. Lo más notable es que había vuelto su mirada a Dios y solía repetir una frase: «No hay ateos en el campo de batalla».

Es cierto. Cuando se aproxima el gran telón desaparecen el dinero, las vanidades, las pequeñas gilipolleces que a veces nos desvelan. Solo quedan entonces dos cosas: el cariño de los tuyos y la elección entre confiarse a la esperanza en Dios o encarar un aterrador vacío. El intelectual francés Jean D’Ormesson lo explicó muy bien: «Dios se esconde por todas partes, pero reina por encima de nosotros en lo que nuestra ignorancia llama el vacío, la nada».

Toda nuestra vida discurre como una ruta hacia ese examen final que no queremos ver. Llegada la hora, los desdenes sectarios, el materialismo y el hedonismo se convertirán en microscópicas partículas de gas, que se darán de bruces contra el llamado Muro de Max Planck, donde la ciencia se ve ya desbordada y es incapaz de explicar el origen del universo. Los cristianos confiamos en que al otro lado del muro del físico alemán Planck nos aguardan el perdón y la paz de Dios. La ideología de los que ahora nos mal gobiernan considera esa esperanza algo retrógrado, poco moderno, nada «progresista».

Ay, pero cuando se acerque la perspectiva de una nada infinita… No hay ateos en el campo de batalla.

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