Dimitir, esa antigualla
Lo que resulta a todas luces inconcebible desde un punto de vista democrático es que nadie haya asumido responsabilidad alguna por un escándalo que en otros países hubiera hecho caer al Gobierno
La ley del sí es sí, cuya derogación de facto se aprobó esta semana, será estudiada en el futuro como un elemento indispensable para entender esta legislatura en la que se han roto todas las normas no escritas de la tradición política en la España democrática.
Incluso el insólito espectáculo parlamentario de ver a una parte del gobierno votando contra la otra forma parte de la colección de despropósitos arracimados torno a esta ley. El bodrio legislativo, con sus desastrosas consecuencias, es algo más que un producto del fanatismo de Irene Montero o de la frivolidad de Pedro Sánchez. Desde el principio hasta su final la ley del sí es sí constituye la obra más depurada de ese populismo que en España se dio en llamar nueva política y cuyo objetivo principal ha sido desacreditar nuestra reciente historia democrática, sus instituciones y sus usos políticos. En el caso que nos ocupa estos días, los mecanismos decantados a lo largo del tiempo para perfeccionar la democracia, velar por la calidad de las leyes o por un control efectivo de la labor del gobierno fueron ignorados o despreciados con el resultado por todos conocido: un millar de agresores sexuales beneficiados por este coctel de dogmatismo, incompetencia, soberbia e irresponsabilidad.
No existe un caso de corrupción de los muchos que hemos conocido que lleve implícito un mayor descrédito para la clase política que esta ley. Ha quedado retratada la insolvencia fanática de Irene Montero, pero también la irresponsabilidad culpable de un presidente que ignoró todas las advertencias y que sólo ha rectificado movido por sus urgencias electorales. Tampoco el Parlamento sale muy lucido del trance al dejar en evidencia una vez más su condición de mero apéndice del ejecutivo. Sus señorías estaban avisadas de que el gobierno traía una pura bazofia legislativa y la apoyaron con la misma disciplina con la que ahora han tenido que rectificarla.
Pero lo que resulta a todas luces inconcebible desde un punto de vista democrático es que nadie haya asumido responsabilidad alguna por un escándalo que en otros países hubiera hecho caer al gobierno. Hace un par de días dimitió un viceprimer ministro británico por ser demasiado hosco con los funcionarios. En Alemania, la ministra de Defensa renunció por haber grabado un video inapropiado y en Holanda cayó todo el gobierno por un escándalo en el reparto de ayudas sociales.
En España ha habido ministros que han dimitido por desacuerdos políticos con el gobierno del que formaban parte como Alberto Ruiz-Gallardón, otros por un grave error de gestión, que fue el caso de Antonio Asunción cuando se le fugó Roldán, o por haber sufrido un varapalo judicial, razón por la que José Luis Corcuera presentó su renuncia. En este episodio de la ley de sí es sí se han dado los tres supuestos a la vez pero todos los responsables se mantienen sólidamente atornillados al banco azul para jolgorio de fotógrafos y cronistas parlamentarios. Son los encantos de la nueva política.