Los bienes que vamos a compartir
Tengo dos fuentes de autoridad que avalan mi materialismo trascendental: Aristóteles y mi madre, que se daba cuenta de que para ser elegante hacía falta tener dinerillo
Compartir desde los primeros bancos la alegría de unos novios casándose en el altar es el gran privilegio de ser invitado a una boda. Cuanto más los quieres, más alto el gozo (como en todo). Y así estaba yo, radiante, en una ceremonia preciosa, con una iglesia hermosísima de por sí, mejorada por el derroche floral. Hasta que llegó una de mis partes favoritas: las arras. Y de golpe, en vez de ofrecerlas como «signo de los bienes que vamos a compartir», se las intercambiaron diciendo que eran «símbolo de este matrimonio».
La ceremonia siguió esplendorosa y yo la seguía, pero, por un instante, vi el peligro. ¿Qué mentalidad nos están forjando que parece que mentar los bienes familiares es ensuciar un poco la pureza del rito y del amor? Error frontalmente anticatólico, pues somos la religión de la Encarnación, aquella en la que Dios Padre, para empezar, en el Génesis, vio que todo era bueno. ¿No será una infiltración subconsciente de la mentalidad woke, que nos dice que no tendremos nada y que seremos felices? Un matrimonio sin patrimonio (ya sea pan y cebolla al menos) cojea. Y ¿no hay algo freudiano en quitar todo lo paternal, incluso en esa aliteración del patrimonio?
«No se ponga usted así, buen hombre», me dirán ustedes, que quizá preferirían otro artículo abominando de Pedro Sánchez. Bueno, es que esto es la lucha por todo; y no hay que dejar que el credo postomoderno se nos cuele por los resquicios. El vizconde de Chateaubriand, que podía haberse puesto feudalista, sabía bien que «el dinero es la fuente de la libertad». Carlos Marín-Blázquez concuerda y, además, señala al principal enemigo: «El celo confiscatorio de los gobiernos frustra la única finalidad noble del dinero: salvaguardar la independencia de la persona». Y donde dice «persona» podemos poner «matrimonio» elevando al cuadrado la justa advertencia. No es un tema baladí.
Tengo dos fuentes de autoridad que avalan mi materialismo trascendental. Aristóteles y mi madre. En la Ética a Nicómaco, el Filósofo advierte de que «el hombre feliz necesita de los bienes corporales y de los externos, o de fortuna para no tener trabas». Y añade, casi pensando en los adalides de la Agenda 2030: «Los que piensan que un hombre que ha caído en grandes infortunios puede florecer, dicen una tontería». Mi madre, por su parte, suspiraba a menudo: «Qué cara es la buena educación». Se daba cuenta de que para ser elegante hacía falta tener dinerillo. Había que hacer regalos de boda (precisamente), tener tiempo libre, invitar a los amigos, etc.
Estos excursos pretenden demostrar que hablar de los bienes que un matrimonio va a compartir, invocarlos en su momento más sacro e inaugural, rezar por ellos y poner en el altar la disposición a usarlos juntos y bien no es algo de lo que se deba prescindir a la ligera. Chesterton en La cosa explicó: «Cada familia es un reino. Todos los gobiernos modernos, prusianos o rusos, todas las ideologías modernas, capitalistas o socialistas, están destruyendo ese reino. Están contra la propiedad, porque no les gusta la independencia de ese reino. Están contra el matrimonio, porque no les gusta la lealtad de ese reino». Amén.
Cada vez que cedemos a la tentación de pensar que el trabajador (aunque sea incluso escritor) que pide su salario o el dueño que solicita su alquiler o el tendero que exige su justiprecio están haciendo algo mezquino, estamos contribuyendo inconscientemente a menoscabar la libertad, la familia, el amor y hasta la paternidad. ¡Vivan los bienes que vamos a compartir! Que vamos a defender.