Siria como síntoma
Siria y Líbano han sido el campo de batalla entre los dos califatos posmodernos, el árabe suní, representado por la casa de Saud, y el persa chií, en manos de los ayatolás
Siria se ha reincorporado a la Liga Árabe tras haber sido expulsada hace años, como muestra de rechazo del resto de los estados miembros al comportamiento de su gobierno. Bas-har al-Ásad, continuador de la dictadura establecida por su padre Hafez, ha llevado a cabo una represión brutal contra las formaciones políticas, islamistas o no, representativas de la mayoría suní. Para ello ha contado con el apoyo de Irán y de Rusia. Destacados miembros de la Liga Árabe respaldaron a las formaciones suníes, tanto por solidaridad como por intento de contener la influencia iraní, chií, en Siria. La familia al-Ásad y su entorno político íntimo pertenecen a la minoría alauí, una corriente heterodoxa chií.
La presencia de Bashar al-Ásad en la última reunión de la Liga Árabe supone el reconocimiento de su victoria en la guerra civil siria, una victoria que lo es también de Irán y de Rusia. Un gesto así tiene múltiples dimensiones, que debemos valorar para entender la redefinición del sistema de seguridad de Oriente Medio, en pleno proceso de revisión.
Siria nunca ha acabado de aceptar la imposición colonial francesa que la separó del Líbano. La inestabilidad crónica de este último país, en permanente equilibrio entre las diversas comunidades que la componen, ha venido permitiendo a la diplomacia, a la inteligencia y a las fuerzas armadas sirias intervenir allí en beneficio propio. Por su parte, Irán, a través de los alauís, no ha dejado de influir tanto en Siria como en el Líbano, desplazando a los ricos países del Golfo. Siria y Líbano han sido, pues, el campo de batalla entre los dos califatos posmodernos, el árabe suní, representado por la casa de Saud, y el persa chií, en manos de los ayatolás.
Los primeros se encomendaron al protectorado de Estados Unidos. Un matrimonio de conveniencia, con la gestión de los hidrocarburos de fondo, que ha venido funcionando con normalidad hasta la llegada a la Casa Blanca de Obama. Una nueva política exterior caracterizada por el retraimiento llevó a la diplomacia norteamericana a no dar el respaldo suficiente a los estados del Golfo en la guerra de Yemen, a no querer intervenir en la de Siria, a pesar del famoso compromiso en torno a la «línea roja» que implicaría el uso de armas químicas, y, sobre todo, a la apertura de una línea de negociación con Irán sobre su capacidad nuclear, que implicaba su continuidad. Las promesas, repetidas por sucesivos presidentes y dirigentes norteamericanos, de que harían todo lo necesario para impedirlo se quedaron en vacuas palabras, en una traición.
La presidencia de Trump devolvió cierta esperanza al bloque árabe, al rechazar la nueva Administración el acuerdo con Irán. Se volvía a una posición de firmeza, pero las capacidades nucleares de Teherán seguían ahí, suponiendo una formidable amenaza para los árabes. El establecimiento de un nuevo entendimiento con Israel, a costa de la causa palestina, pergeñado por los Estados Unidos y expresado en los denominados Acuerdos Abraham, aportaba nuevas garantías de seguridad, pero el tiempo ha venido a demostrar hasta qué punto eran inconsistentes. La llegada de Biden a la Casa Blanca dio paso a un nuevo intento de acuerdo con el régimen de los ayatolás, a costa de la seguridad de los países del Golfo. Calificar de «asesino» al príncipe heredero saudí, por muy obvio que fuera, no dejaba de ser un insulto intolerable que traería las previsibles consecuencias.