A propósito de Espinosa de los Monteros
La salida del exportavoz de Vox no puede solventarse con marujeos: toca reflexionar sobre cómo oponerse a un Sánchez con ínfulas de eternidad
La despedida voluntaria de Iván Espinosa de los Monteros es un hecho inusual, ya de entrada: hay pocos casos de políticos que renuncien motu proprio al cargo, y abundan los contrarios.
En mi Alcalá de Henares hay un ejemplo canónico de ello: Javier Rodríguez Palacios, que se hizo socialista de mayor tras estudiar en el mejor colegio religioso privado de la ciudad, fue concejal de la oposición desde 2007, más tarde alcalde ocho años y ahora, tras intentar sin éxito ser diputado en el Congreso, seguirá en el Ayuntamiento complutense a falta de oferta mejor.
Digamos que no se lo rifan ahí fuera, salvo que Sánchez logre juntar los retales de Frankenstein y lo premie con alguna de las canonjías que concede a sus siervos, tal vez una subdirección general de Andares Bonitos o un comisionado de Fervellasverzas, imprescindibles ambos para salvar al mundo del apocalipsis climático, el heteropatriarcado o la ultraderecha.
El exportavoz de Vox tenía ocupación previa y a ella volverá, o a una mejor, algo que lamentablemente no podrá hacer Irene Montero si se confirma su adiós definitivo: no es verosímil siquiera que pueda retornar a su efímero destino en la caja registradora de un supermercado, salvo que Juan Roig olvide sus desprecios a Mercadona, emblema del capitalismo fascista como Inditex, y le haga un hueco, con el necesario apoyo técnico para aprender a Sumar.
La salida de Espinosa de los Monteros ha tenido, por primera virtud, su repentina transformación en un «liberal» a ojos de quienes, hasta hoy, lo consideraban un fascista más, con esa brocha gorda que antepone las necesidades estratégicas del partido al que se sirve a los hechos más elementales.
Vox podrá gustar o no, pero es indecente que se lo etiquete de ultraderechista, por discutir el Estado de las Autonomías dentro de los procedimientos constitucionales habilitados para defender esa postura, mientras se indulta, blanquea y homenajea a tres partidos que buscan su destrucción por lo civil o lo militar.
Viendo su elegante despedida, y el cariñoso adiós que le han dado sus supuestos detractores internos, las razones que tenga son menos relevantes que las causas de fondo: la derecha, en todas sus tonalidades, entró en shock tras un resultado insuficiente el pasado 23 de julio, y mientras la izquierda ríe y se apresta a celebrar una orgía con todo el separatismo y todo el populismo en la misma cama, ella anda buscando una manual de instrucciones para sobrevivir en tiempos de cólera.
Seguramente a Vox le hace falta hablar más como Espinosa, señalando sin piedad el derroche público, el relativismo sanchista y las horribles consecuencias de sus pactos, de sus leyes y de sus liberticidios. Y probablemente también le sobran decibelios para hablar de menas y feminazis, que devuelven la caricatura con otra peor para los heraldos de esos peligros residuales.
Pero no nos engañemos: todo lo que pase en Vox, como en el PP, forma parte de la difícil digestión de un sapo imprevisto que excede de un simple resultado electoral. Porque Sánchez no está jugando a ser investido, que también, sino a eternizarse y a hacer sencillamente inviable la alternancia democrática en España: si todo es fascismo a un lado y todo es progreso a otro, la suma de los primeros siempre será insuficiente y la de los segundos, por el contrario, invencible.
No andemos con chismes, pues, que la partida es otra, de mayor enjundia y de peor resolución: Espinosa de los Monteros ha dado un paso al lado, y es una mala noticia ahora que hasta sus detractores confiesan que no era justo llamarle fascista. Que sea para coger carrerilla y volver en cuanto llene los pulmones, porque España no va a ir sobrada de talentos para replicar a todo lo que se le viene encima.