Pensiones vitalicias
La política se pone de acuerdo siempre en cuidarse a sí misma, que es justo lo que no hace con los demás
Más de cien diputados siguen cobrando pensiones del Congreso milenios después de haberlo abandonado, con casos tan curiosos como el de Mercé Pigem, nacionalista catalana a todos los efectos salvo a uno: para poner el cazo es tan española como El Buscón, Rinconete y Cortadillo juntos, gracias a lo cual ingresa la módica cantidad de 3.500 euros mensuales sin trabajar contra España, desde el Parlamento, desde hace una década.
La nómina de agraciados por una medida que fue universal hasta 2011 y hoy sigue vigente para todos los diputados y senadores que la disfrutaban desde antes de esa fecha es inmensa, de todos los colores y con el mismo objetivo: conseguir que todos ellos disfruten de la pensión máxima, completando con dinero público los ingresos que, con su propio esfuerzo laboral, deberían lograr ellos solos.
Tenemos esforzados socialistas que, para esto, se comportan como lo haría un ejecutivo de Lehman Brothers. A egregios populares que, en esta materia, no rechazan la célebre «paguita» ni la llaman así. Y, por supuesto, a independentistas que no dudan en aprovecharse del privilegio concedido por un Estado fascista que les obliga a cobrar sin trabajar, el muy opresor.
Es comprensible que este sistema de prebendas indigne al respetable: el principio de ganar dinero sin dar palo al agua provoca rechazo por naturaleza salvo en quien lo disfruta, un segmento incipiente en la población española: nunca se había visto a tanta gente, en edad laboral y sin problemas de salud, disfrutando del momio, o incluso multiplicándolo por tantos miembros como haya en la familia con distintos pretextos, buscados y encontrados como sagaces zahorís del estipendio por la filosa.
En el caso de los políticos, aunque parezca mentira con este preámbulo, no todo es tan sencillo: no tienen derecho a paro, las retribuciones no son excesivas pese a todo, padecen un régimen de incompatibilidades muy exigente y el retorno al mundo laboral, para una mayoría, no es fácil.
Y menos que lo será con esta generación de profesionales de la cosa pública que inician su trayectoria casi de menores de edad, como concejales de su pueblo, y aspiran a jubilarse de senador sin haber hecho otra cosa en su vida.
La cuestión, pues, no es tanto si se llevan pensiones vitalicias sino por qué son capaces de ponerse de acuerdo en proteger sus intereses, hasta que les pillan, y no en cuidar de los del resto: para asignarse recursos, garantizarse dietas, subirse los sueldos, regalarse teléfonos móviles, pagarse el piso de alquiler o sufragarse los viajes a casa no existen diferencias insalvables y el consenso es absoluto.
Ahí desaparecen el separatismo, la ultraderecha, el socialcomunismo, el chavismo y cualquiera de las etiquetas que ellos mismos se ponen. Y florecen el consenso, el diálogo y el acuerdo. Ahí sí se perciben como una comunidad que, más allá de diferencias, encuentra el punto de concordia indispensable para mejorar sus expectativas y cuidar su propio bienestar.
Lo penoso no es que tiendan puentes entre ellos, para satisfacción de sus estómagos calientes, sino que para el resto excaven trincheras y esparzan una crispación cainita que luego, cuando nadie los ve, se transforma en abrazos solidarios. Porque la pela es la pela, pero las del resto nos la ídem.