Parados, ociosos y jetas
No se defiende lo público dejando que, en su nombre, viva todo aquel que no lo necesita pero ha aprendido a controlar el sistema para sacarle los higadillos
Puede ser una percepción equivocada, pero nunca se había visto en España a tanta gente sana, en edad laboral, en condiciones físicas y mentales razonables, tocándose lo que viene a ser el bolo a dos manos, sin apariencia alguna de sufrir quebranto por su situación ni sufrir las lamentables consecuencias de carecer de un trabajo decente.
Los ves en la plaza, en el gimnasio, en la terraza de un bar, en la piscina o incluso en la playa, sumados y mezclados con otros tantos que, por distintas circunstancias, también permanecen ociosos: trabajadores de vacaciones o de baja, empleados públicos con jornada reducida o moscosos acumulados, pensionistas, menores y dependientes conforman una fauna urbana desigual en su origen y contexto pero coincidente en ese punto.
Por la razón que sea, y muchas de ellas son evidentes y llenas de lógica y de justicia, no tienen que poner en solfa la riñonada propia para atender las necesidades estomacales, hipotecarias y vitales en general que caracterizan al ser humano y le distancian, no siempre con nitidez, del entrañable primate.
Todos ellos, sin distinción, se engloban en eso que llamamos Estado de Bienestar, coartada fiscal a menudo del Bienestar del Estado, aunque no todos ellos deberían disfrutar de sus prestaciones con la misma facilidad: apartemos a pensionistas, que todo es poco para ellos; a enfermos y dependientes de verdad, que no son pocos y a menudo tienen lo justito; a menores de edad por razones obvias; a empleados públicos o privados en su merecido tiempo de descanso y a parados involuntarios, dispuestos a lograr un trabajo decente que el destino les niega.
Todo lo que exceda de esos epígrafes, que son anchos y albergan todas las opciones dignas de protección, reconocimiento y en su caso auxilio, es un abuso, un fraude y una agresión, precisamente, al sistema de asistencia social que caracteriza a una democracia moderna.
Porque quien lo usa sin necesitarlo o lo necesita pero no está dispuesto a financiarlo con su propio esfuerzo, pudiendo hacerlo por el sencillo método de ganarse la vida con el sudor de su propia frente, está estafando a quienes trabajan y, además, a quienes de verdad no tienen otra manera de salir adelante que disponer de algún tipo de ayuda, subsidio o paga públicos.
Los derechos se pagan con dinero, y no con buenas intenciones, y la única manera de que sobrevivan y se fortalezcan es que haya más personas sosteniendo el sistema público, cada una de ellas contribuyendo en la dosis suficiente para lograr el objetivo sin ser víctima de la actual confiscación, fruto de la voracidad de un Gobierno que prefiere secar a la clase trabajadora, como los acuíferos de Doñana, en lugar de crear las condiciones para que haya muchos cotizando de verdad y que cada uno de ellos haga el esfuerzo razonable, ni menos ni más.
La verdadera defensa de lo público no pasa por aceptar que, en su nombre, se prolonguen tropelías perezosas, vagancias eternas, picardías infumables, canonjías legalizadas, asuetos obscenos y, en definitiva, el saqueo endémico del zurrón que unos pocos llenan para sostener un ecosistema humano y avanzado.
Consagrar la idea de que todo el mundo puede vivir del Estado, cuando es el Estado quien vive de todo el mundo, puede ser rentable para ese tipo de Gobiernos que perciben la asistencia social como una herramienta clientelar, pero es mortal para una sociedad próspera. E injusta para quienes pagan la fiesta y ven a otro como él que, en lugar de ponerse hombro con hombro a la tarea, estira la mano y saca el cazo haciéndose pasar por la víctima que no es.
Y de éstos, en un país con la mayor tasa de paro de Europa que sin embargo tiene miles de vacantes laborales, hay unos cuantos. Y van por ahí pavoneándose, sin sentir vergüenza, riéndose en la cara del respetable.