Ojalá Sánchez fuera como Puigdemont
Todo lo que defiende Puigdemont es inaceptable, pero coherente. Todo lo que intenta Sánchez es indigno e indecente
El gran problema de España es que Sánchez no es Puigdemont. Desde la distancia abismal, combativa, irrevocable e innegociable hacia el expresidente de la Generalitat de Cataluña, es difícil no admitir su coherencia: cree en la independencia, paga un precio personal por ello y no mercadea.
Lo defendió cuando no podía conseguir su objetivo, y lo ha vuelto a defender ahora que la estrambótica Ley Electoral vigente permite a su partido decidir quién puede ser el presidente del Gobierno. Entonces acabó huyendo a Bélgica, poniendo en entredicho la propia existencia de una Europa unida en torno a las mismas ideas de justicia y libertad de sus socios.
Y ahora, lejos de conformarse con prebendas personales, premios menores y las cuotas de poder y dinero habituales en las negociaciones de los pactos políticos (la rendición de Podemos ante Sumar fue eso, sin ir más lejos); ha insistido en sus mismas exigencias.
La amnistía de todos los presuntos delitos cometidos por él y sus seguidores (que es a su vez una asunción desde España del relato de la represión) como paso previo a la negociación; y la aprobación de un referéndum de independencia que les permita a los catalanes, y solo a ellos, decidir su futuro, como condición para respaldar una investidura.
Desde las antípodas a tales planteamientos, que se sirven de una mentira histórica para inocular un veneno sin cura en territorios falsamente presentados como víctimas, no se puede reprochar la incoherencia de Puigdemont: ha sostenido siempre lo mismo, antes pagando un precio, ahora poniéndoselo a cualquiera que espere su respaldo.
Las cartas están sobre la mesa: dará la Presidencia a quien le conceda la hegemonía en Cataluña. No hay trucos, trampas ni medias verdades: quien acepte esas condiciones, será presidente. No basta, pues, con indultos personales ni etéreas «mesas del diálogo», como logró ERC: aquí se trata de apostar en serio por la ruptura de España, pactada pero ruptura en todo caso.
Entiendo que a un separatista le estimule la estrategia de Puigdemont, que se ve a sí mismo como el presidente en el exilio de un Estado que solo negocia con otro Estado, apartando la mera negociación entre partidos y avalando, con ello, a cualquier interlocutor, se llame Sánchez o Feijóo.
Y se entiende aún mejor que, para una inmensa mayoría de españoles, la propuesta sea inaceptable: el 6 por ciento del censo electoral, que es independentista, no puede derribar al 94 por ciento que ha votado a formaciones aparentemente constitucionalistas y siente que las diferencias culturales, lingüísticas e históricas existentes en España son una prueba de su riqueza como nación, y no un indicio de la convivencia artificial y a la fuerza de distintas nacionalidades.
El problema no es, pues, Puigdemont, que ejerce de lo que es y nunca ha escondido. El gran problema es Pedro Sánchez, que no tiene los principios del líder catalán, pero en el sentido opuesto y con la misma energía. Si Sánchez respetara a su país lo mismo que Puigdemont respeta a la parte de Cataluña a la que representa, no habría siquiera debate.
Y mucho menos negociación: simplemente le resultaría imposible dar pábulo a algo incompatible con la naturaleza de su cargo, sus valores políticos y sus obligaciones constitucionales.
Puigdemont ha demostrado ser un hombre de Estado, de un Estado imaginario pero a su entender preexistente y perseguido. Sánchez, que llevaba meses presumiendo de «pacificar» Cataluña y en realidad ha logrado elevar el «conflicto» al terreno internacional, es un vulgar mercenario sin escrúpulos que ha llegado al final del camino: o da lo que le piden, aunque no esté en su mano y provoque un conflicto nacional, o volveremos a las urnas, tal vez para enterrarlo definitivamente.