Carta a la cadete Borbón
Es paradójico que los que han expatriado a tu abuelo, son los que más disfrutan sin cortapisas de la democracia que nos procuró
El país donde naciste hace casi 18 años es un ideal de nuestros padres, que trabajaron desde el andamio, la fábrica, el arado o la oficina, para construir una nación que había salido de una guerra atroz, cuya herida sangrante dibujaba un horizonte exangüe, un país que se conjuró para desbrozar un camino de reconciliación y perdón, de acuerdos y renuncias, un camino casi milagroso de sacrificio de lo personal en aras de lo común. Ese país lo dirigió tu abuelo, que renunció a todo el poder para repartir entre todos un pellizquito de libertad, algo de igualdad y, en suma, un proyecto de vida en común, en paz y de la mano de un grupo de países que compartían nuestros valores y cuya ayuda, caída del cielo plomizo de Bruselas, nos ayudó a levantar carreteras y hospitales, colegios y futuro europeo, como las naciones grandes a las que mirábamos como el niño de «Érase una vez en América» el pastel de merengue.
Sabes ya que aquello se ha ido al carallo, como dicen en la tierra donde han confinado al viejo Rey, tu abuelo, para que no pise el palacio madrileño desde el que abortó un golpe de Estado vestido de militar o desde el que nos convocaba a los que le esperábamos desde el sofá de escay todas las navidades, el país de donde lo echaron los del «no pasarán» un verano aciago de 2020, liderados por un ambicioso sin escrúpulos, que no fue capaz ni de sacarse un doctorado sin copiar al compañero. Es paradójico que los que han expatriado a tu abuelo, son los que más disfrutan sin cortapisas de la democracia que nos procuró. Ellos, abrazados a supremacistas que defienden privilegios, que no derechos, han extirpado de la izquierda la igualdad y la solidaridad, y se preparan para dividirnos en castas: catalanes y vascos con pureza de sangre con derecho de pernada para delinquir, frente a los demás catalanes y vascos, unidos a extremeños, andaluces, canarios, baleares, riojanos, gallegos…. y todos los que han sentido un pellizco de íntimo orgullo viéndote el sábado, marcial y hermosa, besar la bandera en la que se suenan los mocos los que deberían defenderla.
Pronto jurarás la Constitución rodeada de un Parlamento con más sombras que luces, donde lucen más las camisetas zarrapastrosas y los piercings en las lenguas cooficiales que la palabra sabia, otorgada por el segundo idioma más hablado en el mundo. Lo harás ante tu familia paterna, en parte divorciada de afectos por sus propios errores y también por los imponderables de la vida que ya conocerás, y te tomará juramento una autotitulada socialista derrotada en las urnas, que no conoce más libertad que la de obedecer a quién la mantiene en el cargo. También en esto has salido perdiendo, a tu padre le tomó el compromiso mayor de un Heredero al trono, un padre constitucionalista, Gregorio Peces-Barba, que nunca formó parte del coro de balidos del poder.
La poderosa imagen en todos los medios de tu jura en Zaragoza, que vale infinitamente más que los ojos resentidos de todas las irenes, ha coincidido en el tiempo con la manifestación de Barcelona, en la que los pulmones de cientos de miles de ciudadanos se concertaban para gritar que no, que no era esto, que no, que lo que nuestros padres nos legaron no era resentimiento, ni odio, ni división, ni privilegios, ni azules ni rojos. Que tus abuelos o los míos no se dejaron la piel para que ahora venga Puigdemont y la use de alfombra para pisotearnos. Que la derecha no es el fascismo, que el fascismo es quien apedrea a unos universitarios en la universidad de Barcelona para que callen, o quien acosa a un niño porque sus padres quieren que le enseñen en el idioma de su país, que fascismo es reventar la nuca de un policía o del conductor de un autobús, que fascismo es callar al padre que no quiere que su hija aborte o su hijo se llame Mari Pili sin tiempo para una reflexión profunda, que fascismo es no dejar a la Heredera de la Corona que entregue los premios como princesa de Girona en un trozo de su propio país. Barcelona ayer no tenía siglas, ni colores de partido, ni buenos ni malos. Era la España de todos amenazada por unos pocos.
Tu padre, que te miraba con orgullo vestido de capitán general de los Ejércitos, volverá mañana de su corazón a sus asuntos, a la espera de que Pedro Sánchez-Castejón rinda al Estado y le presente a la firma un texto claudicante que capitule ante sus enemigos y reconozca que el Estado del que es su máximo representante es una vulgar dictadura que ataca la libertad de los que quieren aniquilarlo.
Y así, pasito a pasito, Cataluña, tras la amnistía, que no es amnistía sino generosidad dictada por el presidente menos generoso de la historia, será una balsa de aceite, un remanso de convivencia, un abrazo inacabable, un paraíso de encuentro y reconciliación, donde, como les gritan los cachorros borrokas del independentismo a los jóvenes de S'ha Acabat, no habrá constitucionalistas: «Pim, pam, pum, que no quede ni uno».
A pesar de todo ello, gracias, cadete Borbón, por habernos devuelto algo de esperanza.