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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Cuando Dios y la historia no existen

En los grandes discursos institucionales de nuestra vida pública ha desaparecido lo mejor que tenemos (y así nos va)

Actualizada 12:54

Voy a subarrendar el arranque de este artículo copiando un pasaje de un discurso que escucharon el año pasado millones de personas:

«Las instituciones del Estado han cambiado. Pero nuestros valores han permanecido y deben permanecer constantes. El papel y los deberes de la monarquía también han permanecido y deben permanecer, al igual que la relación particular del soberano hacia la Iglesia de Inglaterra, en la que mi propia fe está tan profundamente enraizada. En esa fe, y en los valores que inspira, me educaron para apreciar el sentido del deber hacia los demás y para tener el mayor respeto por las preciosas tradiciones, libertades y responsabilidades de nuestra historia única y nuestro sistema de gobierno parlamentario. Tal y como hizo la propia Reina con tan inquebrantable devoción, yo también ahora me comprometo solemnemente, durante el tiempo restante que Dios me conceda, a defender los principios constitucionales en el corazón de nuestra nación».

En efecto, se trata del discurso elegíaco que pronunció el rey Carlos III el 9 diciembre de 2022 tras la muerte de su madre, Isabel II. Y sí, ya lo sabemos: según las normas constitucionales británicas, el monarca ostenta el título de Gobernador Supremo de la Iglesia de Inglaterra; mientras que nuestra Carta Magna señala expresamente que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», aunque añade que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española».

Pero salvando esas distancias, admira ver cómo en el Reino Unido el jefe del Estado sigue invocando a Dios sin complejo alguno y con orgullo, incluso cuando hoy por desgracia se ha convertido en uno de los países más ateos del mundo (según las encuestas, solo el 49 % de los británicos cree en Dios, frente a un 81 % de los estadounidenses).

Como es lógico, tampoco tiene reparos Carlos III en ensalzar a su madre en los más favorables términos (aquí, al Rey anterior, el que ayudó a traer la democracia, lo hemos enviado al exilio por la presión del presidente del Gobierno y no pudo acudir a la jura de su nieta; ni él ni tampoco la abuela Sofía, cuya vida pública ha sido la encarnación de la virtud). Y por supuesto, a pesar de las tropelías que pueda haber cometido el Imperio Británico –entre otras la arbitraria partición de Oriente Próximo que ha provocado el conflicto sin fin que seguimos sufriendo en Israel–, nada complace más a Carlos III, como antes a su madre, que aludir al ilustre pasado de Gran Bretaña e incidir en los valores positivos que a su juicio ha expandido por el mundo.

Por el contrario, en los grandes discursos de la vida institucional española ha desaparecido Dios, o cualquier alusión a lo trascendente, y también se ha evaporado la formidable historia de España. Mientras se alzapriman hasta el ridículo las microhistorias locales de regiones y comarcas, a veces inventándolas con toda la jeta, la gran empresa española que asombró al mundo ni se toca (ni la más levísima alusión a ella en ninguno de los discursos del solemne día de la jura de la heredera). En cuanto a Dios, ni mentarlo, queda poco «progresista», cuando este país y su Corona hicieron universal el catolicismo con su obra evangélica y cuando sigue siendo la fe mayoritaria de los españoles.

Los idiomas regionales sí tuvieron su momento en el acto del Congreso, con la presidenta de la Cámara hablando en gallego, vasco y catalán (no conozco los dos segundos, pero sé el suficiente gallego como para poder constatar que Armengol hizo el ridículo con dos errores de bulto en la pronunciación de una sola frase, aunque da igual, porque se trataba de hacer un paripé). Sin embargo no hubo referencia alguna a que somos los creadores y beneficiarios de una formidable herramienta de comunicación, el español, que habla como lengua materna el 6,2 % de la población mundial (500 millones de habitantes, que se elevan a 600 si se suman los que lo emplean como segundo idioma). Eso no mola. Con el zapaterismo y el sanchismo hemos descubierto que el castellano lo inventó Franco y el actual Gobierno español ha elegido como socios a los que persiguen esa lengua franca universal y la proscriben en sus aulas.

De lo que sí se habló en los ilustres discursos de la histórica jornada fue de género, amenaza climática y diversidad territorial. La España gubernamental refresca hasta el hartazgo la fallida II República y los desastres de la Guerra Civil, pero guarda bajo candado el resto de la historia de España (salvo que sea para ponerla verde de la mano del indigenismo o rencores similares). La izquierda está asentando un mantillo de amnesia sobre la Memoria Buena, que opacan por prejuicios ideológicos. Permítanme la broma: cuando el Rey le impuso a su hija el collar de Carlos III, los espectadores más jóvenes pensarían que era el nombre de alguna marca de coñac que patrocinaba el acto.

Si borramos a Dios, la historia y las tradiciones nos quedamos sin alma. Más huecos que un barril de cerveza al final de los Sanfermines. Pero como el ser humano siempre necesita creer en algo y contar con asideros, la izquierda ha inventado placebos para intentar rellenar el enorme vacío que provocan la ausencia de Dios y la desmemoria. Son la seudo religión climática, el victimismo de género, o simplemente el narcisismo ombliguista de las redes sociales.

No todo está perdido, pues como venía a decir Bismarck, no hay quien sea capaz de acabar con España, por mucho empeño que ella misma ponga en ello. Pero aún así es como si nos empecinásemos en no estar a la altura del extraordinario país que en realidad somos.

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