¿Sánchez quiere una Guerra Civil?
Es inaudito que protestas encabezadas por Fernando Savater provoquen insultos y amenazas del Gobierno, salvo que busque un choque parecido al del 36
Unos minutos después de que un millón de ciudadanos normales, de esos que se levantan, trabajan, duermen y viven así hasta la tregua del fin de semana, se manifestara en Madrid a favor de la Constitución, el PSOE les replicó con un insulto feroz.
No acababan apenas de terminar sus intervenciones personalidades tan peligrosas y radicales como Fernando Savater, Félix Ovejero o Andrés Trapiello, todos ellos con un largo currículo en la izquierda, cuando Sánchez movilizó a su sicario de guardia para las grandes ocasiones, Patxi López, a contestarles a todos con una declaración de guerra:
«La derecha y la ultraderecha salen a la calle, pero no para protestar por la amnistía, sino porque no asimilan que la mayoría social de este país quiere un Gobierno progresista. No aceptan que Sánchez sea el presidente legítimo, legal y democrático de este país».
Sánchez sabe perfectamente que eso es falso, e injusto, y que durante cinco largos años las mismas personas que se manifestaron hace dos domingos en las 52 capitales de provincia españolas y este sábado junto a Cibeles habían aceptado, con un mohín severo y algún desahogo ocasional, a un Gobierno y a un presidente con los mismos socios, parecidas intenciones, similares logros, equiparables trampas e idénticos estragos, pero contenido a duras penas en los límites constitucionales.
Solo se ha producido una explosión de la sociedad civil cuando, a las indecorosas tretas, trampas aritméticas, trucos legales y malabarismos políticos fundacionales del sanchismo se le ha incorporado una sucesión de rendiciones resumidas fácilmente en una: impunidad al delincuente y legitimación de sus objetivos, aunque en ese viaje se tenga que deformar la Constitución, abolir la separación de poderes y dejar indefenso al Estado.
A Sánchez no lo soportaban ya quienes le vieron medrar desde la manipulación, el bloqueo y el chanchullo, pero lo aceptaron democráticamente con la esperanza de que unas elecciones subsanaran el entuerto en un sentido u otro: bien facilitando la alternativa con Feijóo, bien liberando al propio presidente de sus ataduras populistas y nacionalistas, bien facilitando un acuerdo de Estado entre los dos grandes partidos para evitar la hegemonía de minorías antisistema cuyo único afán es demoler la mejor España desde el siglo XIX al menos.
Nada de ello ha pasado. Sánchez culminó su bajada a los infiernos rompiendo la última barrera de la democracia, con un pacto que pervierte las reglas del juego al comprar el poder a costa de las normas y derrotar al país ante sus enemigos declarados y, para camuflarlo, ha decidido criminalizar a toda disidencia incluyéndola en una conspiración predemocrática merecedora de toda respuesta represiva.
Los insultos de López a tantos españoles preocupados, que se manifiestan pacíficamente sin otra bandera que la constitucional ni otro objetivo que la defensa de la democracia, son una declaración de guerra en toda regla que hace muy difícil el retorno a la convivencia razonable.
Porque si Sánchez deshumaniza a los críticos, incluye en el epígrafe de la violencia insurgente toda protesta civilizada y justifica con ello toda respuesta represiva del poder por él encarnado, es obvio que aspira a dos únicas consecuencias: o la rendición de la sociedad civil por agotamiento propio u hostigamiento ajeno; o la confrontación directa, de efectos imprevisibles.
El líder socialista ha cimentado su discurso, desde siempre, en la retórica guerracivilista, la resurrección de las dos Españas y la celebración de una especie de partido de vuelta del drama de 1936, tanto para movilizar a una parte de su electorado cuanto para tapar, con esa dialéctica soflamada, la naturaleza abyecta de sus pactos, presentándolos como la inevitable consecuencia de la necesidad de frenar la ola neofascista.
Un juego siempre peligroso que ahora puede ser trágico, pues a la indignación activa de una sociedad encendida se le suma, como nunca, una disposición del Gobierno a llevar su ficción hasta el final, presentando a cuatro alborotadores en Ferraz o cinco militares jubilados como la norma, cuando son irrelevante excepción, para proceder a continuación como si media España estuviera asaltando el Capitolio.
Levantar un muro contra la «ultraderecha» y denigrar a continuación a los manifestantes no son dos salidas inocentes pasajeras, sino una prueba de la estrategia de choque que Sánchez ha decidido emprender definitivamente. Que legitima una pregunta cuya mera enunciación produce escalofríos: ¿Está buscando usted otra guerra civil, señor presidente?