¿El Estado de derecho era mentira?
Sánchez impone una dictadura moderna pese a la resistencia de la democracia, que no parece ser ya suficiente
Nos hemos echado a las calles, unos con un clavel rotundo y otros con una capucha infame; se han movilizado el Poder Judicial, las asociaciones de magistrados, fiscales, abogados o diplomáticos; los letrados del Parlamento; los sindicatos de la Guardia Civil, las organizaciones de empresarios, pymes y autónomos y una miríada de entidades que, en su conjunto, constituyen una representación abrumadora del Estado de derecho, de la separación de poderes, de esa balanza que reequilibra y frena los abusos cuando se cometen en su nombre pero contra ella.
Y no ha servido para nada. Un tipo con 120 diputados y ningún respeto por nadie que no sea él mismo ha sido suficiente para destrozar, revertir y anular el sistema democrático vigente y sustituirlo, sobre la marcha, por otro que desborda la Constitución sin necesidad de modificarla por los cauces establecidos y la sustituye por una etérea normativa neoconstituyente que no necesita ningún refrendo para ser ya vinculante y no tendrá ningún límite para ser coercitiva.
Las democracias mueren, no son eternas, y los golpes de Estado se perpetran, sin pegar un tiro; cuando las reglas del juego se cambian a la fuerza por una combinación de factores que en el caso de Sánchez se cumplen milimétricamente: la apuesta por los extremos; la criminalización del adversario; la ocupación de todos los poderes del Estado y la búsqueda de enemigos imaginarios para tapar su alianza con los enemigos verdaderos.
El acceso al poder de Sánchez, conculcando no solo su palabra sino también atacando al orden constitucional para sobrevivir, no es el final del camino, sino el comienzo de una tortuosa época de confrontación, persecución, liberticidio y hostigamiento a toda disidencia democrática, convirtiendo a España en una checa moderna, con métodos más sutiles pero el mismo resultado autoritario.
Si los alzamientos modernos se ejecutan sin derramar una gota de sangre, encubiertos en una prosopopeya política que justifica las medidas más regresivas en defensa de una democracia supuestamente amenazada; las dictaduras contemporáneas se implementan en nombre de la propia democracia, en aplicación de un bien mayor que representan los alzados y desafían los críticos, deshumanizados de un plumazo para justificar a continuación la represión que sufrirán.
Sánchez no solo ha escogido aliarse con quienes le apoyan, en exclusiva, a cambio de que sea cómplice necesario de su ataque a la nación, como si Roosevelt se asociara con los japoneses tras Pearl Harbor; sino que también ha señalado en el viaje, como enemigos animalizados, a la mitad al menos de España y de los españoles.
Quien ha justificado su rendición ante Puigdemont, Otegi y Junqueras como una apuesta por la «convivencia», la «pacificación» o la «diversidad territorial» necesita ahora perseguir y proscribir a quienes a su juicio estropeen esos valores, a pesar de la evidencia de que él, y sólo él, ha incendiado España por aceptar la jefatura de los bomberos con toda la banda de pirómanos.
Y necesita, también, eternizar esa lucha de bloques para hacer inviable la alternancia democrática, casi imposible ya en un modelo que mantendrá ya para siempre la sociedad mafiosa en torno a Sánchez, la colonización absoluta del Estado y la abolición de facto de la crítica, la disidencia, el derecho y la alternativa.
Ante todo esto, el Estado de derecho no ha servido de nada, lo cual invita a pensar que las mejores instituciones y las más exigentes normas valen de poco si no están dirigidas y defendidas por personas que, a la capacitación técnica, le añadan un valor, una determinación y una fibra moral adecuados.
Porque además de no defendernos, el sistema ha facilitado a Sánchez dar un golpe en su nombre, con sus reglas y desde ellas, aplicando aquello que en la Transición sirvió para traer la democracia y hoy legaliza una dictadura: de la ley a la ley. Aunque sea ya la de la selva.