Canción triste de Navidad
Somos un grupo de personas buscando un poco de calor, sin preguntar de qué equipo o partido es el que se sienta al lado. Todos somos ganadores y perdedores a tiempo parcial, todos juntos bajo la noche helada
Delante del muro está la Navidad. En ese lado, los que tuvimos una infancia que transcurría por la pauta marcada por la obediencia y el respeto, los que veneramos a nuestros mayores. Incluso a veces elevamos la vista al cielo echando de menos la mano paterna que nos guiaba y el coro alegre de los campanilleros, esa música de zambomba, pandereta y botella de anís que nos acompañaba mientras el abuelo cortaba turrón del duro en la cocina y nosotros esperábamos como mininos a que alguna lasca disparada cayera cerca de nuestras codiciosas manos; o esa luz de las velas de Adviento que colocaba la madre junto al retrato de la abuela. Los que aquí seguimos, en este valle de incertidumbres, respetamos a nuestros difuntos y los recordamos para enriquecer la existencia. En su última morada, que ha de ser nuestro corazón, nuestro recuerdo, se halla el aliento afectivo que nos acompaña. No los vendemos por siete monedas de plata porque sería tanto como traicionar la fe y la ética que nos legaron.
Aquí la nochebuena es noche de paz. Aquí no hay relatos ni mentiras ni diálogos de hojalata. Aquí hay Navidad, la más bella historia que la humanidad ha conocido. Entre la bulla de las calles y la banalidad ambiente a veces es difícil discernir el mensaje de amor y humildad. Pero no es imposible. Solo hay que dejarse mecer por los recuerdos de las figuritas de mazapán de la infancia para saber que todavía es posible un anhelo de esperanza. En este lado del muro no estamos todos, pero somos muchos; valemos más porque somos mejores los que todavía creemos que unos reyes generosos han gastado la paga extraordinaria para llenar de sonrisas infantiles la salita con sofás de escay y trapito de ganchillo sobre el velador. Somos más y mejores, porque todavía creemos en la fuerza sanadora de la verdad, aunque quieran apartarnos como un reducto de nostálgicos que hablan una lengua anacrónica y defienden un polvoriento legajo que nos dimos entre todos hace ya 45 años.
En este lado del muro no hay capuchas ni verdugos ni pasamontañas que no sean los que usan los niños en este crudo invierno para salir a pedir el aguinaldo. Aunque habitemos un pandemonio, la Navidad oficia milagros: en la Nochebuena que llega solo escucharemos a Jesús, que nacerá en el más humilde de los hogares; las penas resbalarán en las lágrimas que nuestra anciana madre vierta mientras mira sentimental las fotos amarillentas del álbum familiar. Sentiremos orgullosos el eco de la voz paterna cuando nos obligaba a estudiar, a volver pronto a casa, a llamar de usted al profesor, a trabajar más que nadie para que el jefe nos prolongara la beca; cuando besaba el poco pan que sobraba, nos castigaba sin cenar si dejábamos en el plato la comida que se nos hacía bola, nos afeaba que habláramos en la mesa, o cuando pagaba las letras de la primera tele desde la que soñábamos con el apartamento en Torrevieja del Un, dos, tres.
Somos un grupo de personas buscando un poco de calor, sin preguntar de qué equipo o partido es el que se sienta al lado. Todos somos ganadores y perdedores a tiempo parcial, todos juntos bajo la noche helada. Todos somos supervivientes de las abolladuras de la vida. Tan fea es nuestra política que a este lado del muro lo tapamos todo con el sueño de un niño, lleno de color y futuro. Rafael Cadenas nos inspiró: «Solo el niño ve brillar el barro».
Feliz Navidad a los hombres de buena voluntad. Feliz Navidad a los lectores de El Debate.