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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La hora de los jueces

No, no tienta a Sánchez cualquier despotismo. Lo tienta una variedad hiper-moderna de totalitarismo. Disolución de los tres poderes

Actualizada 01:30

¿Tienta el despotismo a Sánchez? Por supuesto. Pero eso no es decir gran cosa. Despotismo y Estado son grados de lo mismo. En todo gobernante habita un déspota. Porque a todo gobernante tienta la toma de las completas palancas del mando. En beneficio del pueblo, por supuesto. Todas cuantas canalladas un dueño del Estado planifique, lo serán solemnemente en beneficio del «pueblo»: esa viscosa palabra, con cuyo referente nadie recuerda nunca haberse cruzado. No es un reproche personal o psicológico, constatar que se entra en política –esa cosa obscena– bajo la ensoñación de alcanzar un día el poder absoluto. No es reproche de ningún tipo. Moral, menos que de ningún otro. Es la dolorosa condición humana. Ésa que resume tan bien aquel viejo –y tan aterrador– axioma del último Emperador de China: «El poder no se comparte».

Aquellos majestuosos pensadores que, en los siglos XVII y XVIII europeo, fueron asentando la ingeniosísima trama de los «tres poderes» contrapuestos del Estado, estaban sencillamente constatando la tragedia que venía. Y tratando de, al menos, atenuarla. Sanarla era imposible, porque a la complejísima sociedad que emergía –en lo económico, en lo social, en lo militar y administrativo– correspondía una máquina de dominio sin precedentes: un colosal Estado moderno, que, en su primera versión como Estado Absoluto, dejó fijadas sus reglas pétreas. Todo, sin excepción, es en el Estado; fuera de él, nada se tolera. El Estado configura a su medida religiones, educación, cultura, lenguas, diversiones, comportamientos igual públicos que privados… Mentes, en el límite

Cuando, en 1748, el Espíritu de las leyes diseña el rompecabezas de los tres poderes (legislativo, ejecutivo, judicial), el coste de ese modelo de Estado ab-solutum, esto es «in-diviso», esto es omnipresente en todas las facetas de la vida ciudadana, es ya lo bastante aterrador como para buscar barreras, límites, instrumentos de defensa, a través de los cuales los individuos puedan evitar –al menos en parte– la homogeneidad castradora que el Estado les ofrece como único horizonte.

El planteamiento de Montesquieu es sencillo: en vez de una sola máquina homogénea y universal, despedacemos el Estado en tres máquinas, concebidas de tal modo que cada una de ellas deba entrar en permanente conflicto con las otras dos, refrenando mutuamente sus abusos y haciendo imposible que una sola se trueque en Estado Total. El primer tercio del siglo XX vio la voladura del ingenioso artilugio, cuyo primoroso encaje sabía el propio Montesquieu tan vulnerable en su nudo crítico, el llamado a regular los conflictos: el poder judicial. Porque «el poder de juzgar, que tan terrible parece a los hombres…, es, por así decir, invisible y nulo»: una especie de no-poder, en la media misma en que no posee más fuerza material para imponer sus sentencias que la que los otros dos poderes –y, en especial, el ejecutivo– se avienen a prestarle. «De los tres poderes que acabamos de enunciar, el de juzgar es, en cierto modo, nulo», concluye.

Y así, en el siglo XX, barrer la tan tenue autonomía de los jueces, fue el primer acto constituyente de los totalitarismos de entreguerras: en Italia, como en Rusia, como en Alemania. Carl Schmitt lo había formulado magistralmente al servicio del nazismo en ascenso: «el Führer es el único garante de la ley». Y todo lo demás –y todos los demás– son instrumentos.

¿Tienta el despotismo a Sánchez? Por supuesto. Pero hay algo que debiera preocuparnos, sobre todo. La tentación no es genérica, en este caso. Sánchez –o quienes lo asesoren– no apunta a un despotismo cualquiera. Su estrategia se despliega, pieza a pieza, en torno al desmontaje de la máquina judicial. Que es la única, hoy por hoy, capacitada para bloquear sus agresiones metódicas contra las libertades ciudadanas y, en el límite, contra la existencia misma de la nación. Y ese desmontaje está muy avanzado. El Tribunal Constitucional –que no forma parte de las instancias jurisdiccionales, pero que pesa duramente sobre ellas– es ya sólo portavoz de los criterios del Presidente. En el Supremo, se vive el permanente acoso del Gobierno para desacreditar a sus miembros y torcer sus decisiones. El Consejo General del Poder Judicial –que rige el gobierno interno de la magistratura– es, desde hace ya varios años, una plaza fuerte sitiada por un Sánchez que sólo contempla la hipótesis de su rendición incondicional… Acusarlos de lo que neciamente llaman lawfare –esto es, «judicialización»–, no es sino el modo más funcional para preparar y legitimar el golpe de muerte que viene: eximir a los políticos de las responsabilidades judiciales que pesan sobre todos los demás ciudadanos. Lo de Cataluña ha sido sólo el primer experimento.

No, no tienta a Sánchez cualquier despotismo. Lo tienta una variedad hiper-moderna de totalitarismo. Disolución de los tres poderes. Asunción de sus funciones en uno sólo. Los otros dos quedarán, como mucho, en decorados. Si la UE no lo frena, el asalto vendrá en muy pocos meses. Antes de que las elecciones al Parlamento Europeo muestren con demasiada obscenidad la desnudez del guapo chico de la Moncloa. Es la hora de los jueces: esa última trinchera de la democracia.

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