Contra Hamás, somos libres
No sé si alguna feminista española juzgará que las mujeres judías son –por judías– masivamente violables, amputables, torturables y asesinables
Todo hombre joven sueña con un mundo del cual el mal hubiera sido borrado. Todo hombre viejo acaba por saber que en esa ensoñación se cifra la última trampa del diablo. Susurrar, al oído de hombres demasiado ingenuos o demasiado vanidosos: «Yo no existo».
El mal. Un milicia armada irrumpe en medio de un festival de música atiborrado de jóvenes. He visto eso. Hace ocho años: cuando Bieito Rubido, entonces director de ABC, me envió a París a rendir cuenta de lo que acababa de suceder en la sala de rock Bataclan. Allí atisbé el infierno y traté de narrarlo, como meses antes había tratado de esbozar el paisaje atónito de París tras la matanza de Charlie Hebdo. En Bataclan, verdugos de Alá, kalashnikov en ristre, hicieron fuego, ráfaga tras ráfaga, en la oscuridad completa de una sala de rock atiborrada de chavales. Quienes hayan frecuentado, en algún episodio de su vida, esos masivos conciertos –allá por el Madrid de los ochenta, por ejemplo– pueden hacerse una idea de lo que fue la tiniebla completa que siguió a los primeros disparos, el relámpago de las ráfagas como sola luz, los pasos enloquecidos que no saben ya si pisan, en su imposible huida, suelo o cuerpos, heridos o muertos, si los gritos que escuchan son de los otros o suyos. En fría cifra: 131 asesinados. En el Nombre del Misericordioso. En el nombre del mal. Esa misma noche, el Presidente francés ordenó a su aviación bombardear masivamente las bases del Estado Islámico en Iraq.
No creí –me empeciné en no creerlo– que volviera a tener que enfrentarme a una irrupción tan pura de la depravación. Me equivocaba, naturalmente.
El 7 de octubre de 2023, el dispositivo terrorista más amplio procedió a un exterminio masivo de población civil judía. Un concierto en el desierto y una red de granjas agrícolas fueron su objetivo. Fue un ataque con muy escasos precedentes en su amplitud: tal vez, sólo el de la Torres Gemelas haya superado los 1.200 asesinados a sangre fría en esta ocasión. Y sin ningún precedente en la crueldad de su procedimiento. Quienes –como el presidente Sánchez, como sus entonces ministras Irene Montero y Ione Belarra, como su aún hoy vicepresidente Yolanda Díaz– buscan acusar de crimen de guerra al Israel que se defiende militarmente, debieran hacer catálogo de lo sucedido. En frío. Y mirarse después en el espejo. Si es que pueden.
Los milicianos de Hamás persiguieron ese día, de modo bien planificado, obtener el máximo posible de civiles muertos y una cifra rentable de secuestrados. Hasta ahí, nada nuevo, salvo por su dimensión. Pero el objetivo primordial fue otro: imponer una sombra de pánico sobre el conjunto de la sociedad judía; en Israel, como en cualquier lugar del mundo; materializar el manifiesto fundacional de Hamás, que explicita su proyecto de exterminar por completo al pueblo judío. Mandato de Alá, que, por supuesto, no se atiene a leyes de guerra. Y que exige infligir el mayor sufrimiento posible al enemigo.
Los jóvenes varones judíos fueron torturados bárbaramente, amputados, emasculados, antes de que el tiro de gracia los sacase del infierno. Las jóvenes mujeres judías fueron masivamente violadas antes de pasar por las rutinarias torturas y amputaciones, en las cuales se cifra la gloria de los guerreros islámicos; rematadas, de inmediato. En las granjas, a las embarazadas se les abrió el vientre para despedazar cuidadosamente a los fetos. Los niños fueron torturados y quemados vivos, exactamente igual que los adultos. Recuperar los fragmentos de cuerpos desguazados ha resultado una tarea horrible y casi irrealizable para los voluntarios religiosos sobre quienes recae en Israel ese oficio sagrado de respeto a los cadáveres. Las imágenes de las violaciones, las torturas y los despedazamientos fueron colgadas por los propios «combatientes» de Hamás en sus redes sociales: era un trofeo cuya exhibición juzgaban debía valerles la mejor grada en el futuro Paraíso.
¿Da asco tener que contar esto? Lo da. Pero alguien debe recordarle a la señora vicepresidente y a las señoras exministras y a la pléyade de canallas que reprochan que Israel lleve hasta el fin esta guerra, cuál fue el horror buscado y obtenido por los islamistas al servicio de Irán. No sé si alguna feminista española juzgará que las mujeres judías son –por judías– masivamente violables, amputables, torturables y asesinables, siempre y cuando sean los justicieros varones de Hamás quienes se ocupen de esa humanitaria tarea. Harían bien en reflexionar sobre ello. Aunque duela.
No, Israel no va a dejar un solo «combatiente» de Hamás vivo en Gaza. No es venganza. Es la respuesta militar a una agresión sin precedente contra la población civil por parte de un grupo armado, una agresión que viola toda legislación de guerra y que hoy se parapeta tras su propia población civil. No es venganza; es derecho de respuesta. Y es, antes aún, ley de supervivencia. Mientras una sola unidad de Hamás opere en Gaza, Israel vivirá bajo la amenaza de ver aniquilados a sus ciudadanos. ¿Hay –con la sola excepción de Zapatero tras los 193 asesinatos de 2004 en Madrid– un solo Estado europeo que se hubiera avenido a tolerar en su territorio eso? Por encima de diferencias políticas, todo Israel sabe que no destruir por completo a Hamás es aceptar un nuevo genocidio judío. Como el manifiesto fundacional de Hamás exige.
El mal existe. Sabemos que volverá siempre. No lo borraremos nunca, sencillamente porque el mal está en el estrato más hondo de la mente humana. Pero la vida de un hombre libre debe jugarse en el eterno combate por rechazarlo. Puede que sin esperanza, pero también sin miedo. Por eso, nuestra libertad es hoy la libertad de Israel. Contra Hamás, somos libres.