El arma secreta de Cornelio
La gente inteligente, la que no lleva unas orejeras caladas, se da cuenta enseguida de que hablar español es incluso un buen negocio
Los marineros gallegos labraron como nadie los mares grises, fecundos y peligrosos del Gran Sol, el caladero próximo a Irlanda que a mis hermanos y a mí nos pagó una vida muelle y una buena universidad, gracias al talento de mi padre, primero patrón y más tarde armador. Casi toda mi familia paterna faenó por allí, primero en frágiles pesqueros de madera —como el que le costó a nuestro padre un naufragio de portada en la prensa local— y luego en sólidos barcos cada vez mejor pertrechados.
Las mareas duraban entre quince y dieciocho días y los golpes de mar eran de impresión (mi padre contaba riéndose historias de algún avezado reportero al que habían llevado a bordo para escribir «el texto definitivo sobre el Gran Sol» y que aterrorizado pedía a la tercera o cuarta singladura que lo dejasen en tierra).
A veces los barcos gallegos sufrían contingencias que los obligaban a atracar en puertos de Cork, en el oeste de Irlanda. En los primeros años de la etapa de mi padre, el refugio que elegían era Bantry, población de 3.000 vecinos situada al fondo de una bahía de película, de aguas profundas y 35 kilómetros de extensión. Pero más tarde se pasaron a Castletownbere, el muelle de un villorrio de solo mil almas, situado al otro lado del gran brazo de agua de la Bahía de Bantry y agazapado tras la isla de Bere. Huelga decir que para los marineros españoles aquel Castletownbere se convirtió para siempre en «Castletón», con el preceptivo acento en la o. La razón del cambio a ese enclave se debió en buena medida a Cornelio y su encanto personal.
Nada hay que explicar de la profunda fe católica de los irlandeses. De hecho, Bantry se asocia a San Brandán el Navegante, uno de los grandes evangelizadores de aquellas tierras, al que el folclore irlandés atribuye, con bastante más entusiasmo que pruebas, el haber sido el primer marino que pisó América.
Educado en la atmósfera de fervor de su Castletón natal, el inteligente chavalín Cornelio fue orientado hacia la carrera eclesial y acabó en el seminario de Salamanca, según la historia que se contaba en mi infancia. Pasó allí un par de cursos. Pero al parecer lo mundano le atraía demasiado y pronto acabó de vuelta en su minúsculo y remoto pueblo, sin oficio ni beneficio.
Sin embargo, se había traído de España algo de mucho valor, que acabaría cambiando su vida para siempre: hablaba español estupendamente. Mientras zascandileaba por el muelle, se dedicaba a charlar con desparpajo risueño con los marineros gallegos. Patrones como mi padre le cogieron afecto y empezaron a encargarle pequeños recados. El asunto fue a más. El adulto Cornelio, de voz tonante y risa sonora, acabó montando en 1965 su propia empresa auxiliar de buques. Hoy ostenta incluso el título de vicecónsul honorario de España en la zona.
Cuando éramos adolescentes, mi padre siempre nos animaba a que fuésemos a aprender inglés pasando un mes en casa de su amigo Cornelio. Mi hermano acabó yendo y le sorprendieron dos cosas. La primera fue que aquellos irlandeses iban a la playa en días de supuesto verano que aquí serían casi de plumífero. La segunda era que los empleados de Cornelio tenían como beneficio contractual el poder ducharse los sábados en su casa. Es decir, el empresario era un privilegiado en el depauperado entorno de Castletownbere, en una Irlanda postrada que todavía no se había desperezado para convertirse en el aplaudido Tigre Celta. Un éxito nacional que lograron con tres armas: seguridad jurídica, fiscalidad asequible y el inglés, una lengua franca. Es exactamente lo contrario de lo que nos están montando en España con una política socialista espantanegocios.
Mr. Cornelio O'Donovan, un irlandés espabilado, se dio cuenta de que el español es una llave que abre el mundo y montó su vida a partir de esa base. Pero aquí somos tan cenutrios que prohibimos nuestro idioma en las escuelas de algunas regiones españolas para imponer a la brava odiosos experimentos de ingeniería social, que obligan a las personas a educarse en una lengua que no utilizan en su vida real, contrariando así lo más íntimo de su ser.
En Irlanda, con cinco millones de habitantes, solo 72.000 hablan a diario su gaélico ancestral. Aunque se trata de una lengua de antiquísimas raíces locales, por supuesto a nadie se le ocurre obligar a una inmersión totalitaria como la que han impuesto aquí los nacionalismos vasco y catalán. La única vez que se intentó allí algo remotamente similar, a comienzos de los años setenta, surgió al instante un potente Movimiento de Libertad de Lenguaje y el Gobierno irlandés tuvo que guardar presto el proyecto en el cajón.
Pero en España, que va camino de convertirse en uno de los países más tontolabas del mundo por su alucinada deriva política, los niños de Bilbao son forzados a estudiar en un idioma que allí no hablan ni los burócratas del PNV y las peluquerías y bares catalanes tienen prohibido, so pena de multa, rotular en español, el tercer idioma más hablado del mundo y lengua oficial en España.
A veces casi dan ganas de mudarse a Castletón a platicar con Cornelio al calor de una pinta de Beamish y descansar de este insoportable Sanchistán que hemos permitido entre todos...