Lo normal y la mugre de los Luisgé
Sería un avance y una delicia volver a la belleza, la esperanza y Dios y sacudirse la carcasa derrotista, feísta y antinatural de lo que se mal llama «progresismo»
Nick Cave, poeta-cantante australiano afincado en la ciudad playera de Brighton, es un artista al que admiro, por sus canciones y por cómo piensa y habla. En sus 67 años de existencia ha recibido varios reveses severos, desde la temprana muerte de su padre a algún estropicio autoinfligido, como su adicción juvenil a las peores drogas. Ha pasado además por el trago más amargo que se puede sufrir en la vida, perder a un hijo (en su caso, dos).
Y sin embargo, Cave ha salido del pozo de su hondísima pena reencontrándose con Jesucristo y reivindicando que, a pesar de todo, en el mundo hay más belleza que horror, que vale la pena conservar el optimismo, la espiritualidad y el aprecio por lo hermoso.
Me acuerdo de todo esto ante la polémica que se ha suscitado con el libro sobre el despiadado asesino Bretón que ha publicado un escritor madrileño de 63 años que se hace llamar Luisgé Martín, enmarcado en la cuadra del «progresismo» que domina nuestro hábitat cultural. El tío es como un compendio casi caricaturesco del «intelectual» del régimen sanchista: premiado con la dirección del Cervantes de Los Ángeles por el viudísimo García Montero; antiguo asesor de Sinde cuando era ministra de Cultura con Zapatero; escritor en su día de discursos para el mismísimo Líder Supremo, e incluso se le define como «icono de la literatura LGTBI», pues tal orientación sexual puntúa ahora entre la izquierda como vitola de distinción.
Bretón, condenado con toda justicia a pasar el resto de sus días en la cárcel, es uno de los criminales más repulsivos de nuestro país. Asesinó con una frialdad aterradora a su hija de seis años y a su hijo de dos y calcinó sus cadáveres. ¿Quién puede tener interés en una escoria como Bretón? Pues el ilustre literato del progresismo guay, el tal Luisgé, que se ganó la confianza del asesino durante un par de años para que le contase cómo urdió y consumó la matanza de sus dos niños. ¿Y qué interés podía tener el escritor en regodearse en semejante historia? Pues es evidente: hacer negocio y ganar notoriedad pública vendiendo morbo a paladas en su versión más hedionda.
Extraer conclusiones generales basándose en un hecho particular siempre es pisar terreno inseguro. Pero creo que la historia de este libro ejemplifica el espíritu de la izquierda actual, que se regodea en lo grotesco, lo antinatural, lo provocador, lo cutre y lo feo, rebozándose a veces incluso en lo hórrido. Una forma de ver el mundo cebada de envidia y resentimiento (el señalamiento a «los ricos»), de desesperanza (la igualación a la baja y la condena del esfuerzo). Se niega incluso lo mejor que tenemos, la esperanza en Dios, que es sustituido por placebos de seudo credos, como el tremendismo climático, o el victimismo de lo que llaman «políticas de género».
Hay que sacudirse toda depresiva carcasa ideológica y abrazar con entusiasmo la belleza, el arte sublime, los libros que elevan e iluminan. Hay que reivindicar la verdad —harto comprobada— de que nada sienta mejor a los niños en todos los órdenes que un hogar con un padre y una madre. Hay que volver a las grandes historias de amor de hombres y mujeres. Hay que decir que la soledad es una peste (y todos seremos viejos), y los hogares rotos por los divorcios, otra. Hay que llevarle la contraria a Nietzsche a gritos y proclamar que no, que Dios no ha muerto. Hay que pasar como de la mismísima… de las creaciones de todos los Luisgés que campan por nuestro páramo cultural, marchito e hiperideologizado.
Dios, el amor, la belleza, las evidencias del puro sentido común, la honestidad espontánea de la gente buena, el valor de la verdad. Hay que volver a ser personas.