De los puñetazos a Dios y los negocios
Se va George Foreman, se van marchando los últimos ídolos que construyeron las estampas icónicas del siglo XX
Los que siempre seremos gente del siglo XX reparamos con respeto en que George Foreman se acaba de ir en un hospital de Houston, a los 76. Big George ya está con Dios, repasando vivencias y haciendo chanzas con dos gladiadores con los que se partió la cara en unas peleas memorables: Ali y Frazier. Formaron un trío cuya rivalidad setentera transcendió el cuadrilátero para convertirse en parte de la historia cultural de su país, y por ende, del mundo.
Suena de fondo Marvin Gaye cantando What’s Going on mientras vamos escribiendo sobre Foreman, un grandísimo campeón… cuyo nombre, paradójicamente, quedará siempre asociado a una derrota.
La sufrió el 30 de octubre de 1974 a manos de Ali, en Kinshasa, capital de lo que entonces llamaban Zaire y hoy se vuelve a llamar Congo. He visto algunas veces la celebérrima pelea, uno de los mayores hitos deportivos del siglo XX (mil millones de personas siguieron el combate por televisión). Pero esos ocho asaltos, que han dado hasta para un libro de Norman Mailer y un documental de Oscar, me siguen asombrando.
En 1967, Mohamed Ali -Cassius Clay en la cuna- fue sancionado con la retirada de licencia por su negativa a alistarse en pleno Vietnam. Tras sus tres años y medio en el dique seco nunca volvió a ser aquel portento que «flotaba como una mariposa y picaba como una abeja». Pero aún así, retornó dispuesto a recuperar su corona. Y lo logró, doblando la mano a unas apuestas que en la noche congoleña estaban 4-1 contra él.
Foreman, vigente campeón de los pesados, llegaba a Kinshasa con ocho años menos que Ali y esgrimiendo las estadísticas de una apisonadora: en los últimos cuatro años había ganado todos sus combates por K.O. antes del tercer asalto. En los días previos a la pelea, Ali ofreció su show clásico de autopromoción e intimidación. Llamó «gorila» a Foreman, lo ridiculizó, lo amenazó con matarlo vociferando metáforas dinamiteras. Pero una vez que se vio frente a la mole musculada del joven Big George, aquello pintaba fatal para el híper bocazas…
Ali manejó bien el primer asalto. Sin embargo, enseguida sucedió algo extrañísimo: se replegó en las cuerdas por completo. La guardia perfectamente cerrada, sí, pero permitiendo que la batidora de puñetazos de Foreman lo machacase. Big George contaría tiempo después que mientras él lo bombardeaba, Ali continuaba provocándolo, pinchándolo: «¿Esto es todo lo que tienes, George? ¿No sabes hacer nada más?».
Llegó el octavo asalto. Se desveló entonces que todo atendía a una arriesgadísima estrategia. Ali había permitido que Foreman repartiese sin plantarle oposición con el objetivo de fatigarlo. Cuando lo vio maduro, corto de aliento, Ali salió de las cuerdas, le enchufó un derechazo, seguido de una fulminante ráfaga con las dos manos… y Big George se fue a la lona, incapaz de levantarse antes del fin de la cuenta arbitral. Ali recuperaba el título -aunque hay quien cree que aquel castigo extremo tuvo que ver con su posterior Párkinson- y el nombre Foreman quedaba asociado para siempre a la derrota. Una injusticia.
George, un tejano hijo de madre soltera, se convirtió en su adolescencia en un delincuente juvenil entusiasta. Plantó enseguida el instituto y se dedicó a robar, pues le parecía más útil. A los 16 años, huyendo de la policía acabó escondido en el barrizal infecto de una obra. Allí le llegó la epifanía de «salir de la letrina», de cambiar de vida. Se enroló en un programa federal de formación para chavales pobres y más tarde probó como boxeador aficionado. Su salvaje pegada le abrió un futuro. Ganó el oro en los Juegos de México frente a un púgil soviético y con esa tarjeta de presentación pasó a comerse el mundo profesional.
En 1977, Foreman tuvo un pésimo día. Cayó derrotado en un pabellón caldeado por un calor inclemente y al llegar al vestuario se desplomó. «Entonces Jesucristo me cogió del brazo y me devolvió a la vida», repetiría el resto sus días. Colgó los guantes, se hizo pastor pentecostal y montó una fundación para ayudar a muchachos en apuros. Pero acabó vaciando su bolsillo con malas decisiones. Así que diez años después volvió al boxeo; sin bigote, con la cabeza rasurada y con un desafío autoimpuesto: volver a ser el campeón del mundo escalando pelea a pelea desde lo más bajo. Un imposible. O no.
En 1994, Foreman, de 45 años, disputó el título mundial frente al campeón Moorer, de solo 26. Aquella noche en Las Vegas demostró que había aprendido algo de su fracaso en el Congo. Durante el combate, el joven Moorer soltó 641 puñetazos frente a solo 369 del veteranísimo Foreman, un dominio absoluto. Pero en el décimo asalto, el desahuciado Big George desempolvó su mano de plomo y lo mandó a dormir. Se convertía así en el campeón de más edad de la historia.
Todavía faltaba la última victoria de Foreman. Tras dejar el boxeo a los 48 años, se convirtió en un personaje televisivo, que enganchó al gran público por su cordialidad y credibilidad. Esas cualidades le hicieron millonario vendiendo una parrilla eléctrica que llevaba su nombre. En 1999, le pagaron 137 millones de dólares por los derechos de la «George Foreman Healthy Grill». Al final, ganó más dinero asando pollos en la tele que en el cuadrilátero.
Manirroto y mujeriego (se casó cinco veces, tuvo doce hijos y a los cinco varones los llamó George, «para no confundir los nombres»), Foreman fue también un firme cristiano, que dedicó parte de su vida a la caridad, un avispado hombre de negocios y un atleta pocas veces superado: 76 victorias (68 por K.O.) y solo cinco derrotas. «La gente cree en mí porque lo que vendo es sinceridad», repetía. Y era cierto.
Se nos van al goteo los últimos ídolos del convulso y fascinante siglo XX, donde había héroes y no había móviles, donde el eco de las proezas duraba más de 24 horas. La fama será siempre para el inabarcable histrión Ali. Pero el corazón se nos escora hacia Big George.