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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Alvite, abierto hasta el amanecer

Hay personas a las que la realidad se les queda estrecha y acaban escribiendo en los periódicos algo que seguramente es mejor que el periodismo, que perdura

Actualizada 15:17

José Luis Alvite fue un periodista de Santiago –más compostelano que el botafumeiro de la catedral–, que se murió en 2015, a los 65 años, convertido en el más original de los columnistas españoles de su momento.

Nieto, hijo y sobrino de informadores santiagueses, en teoría había entrado en los periódicos para ir por el cauce ortodoxo: contar noticias. Lo metieron en la sección de sucesos y le iba como anillo al dedo, dados sus gustos noctívagos y su querencia irreprimible por las evasiones lúdico-licenciosas. Le pegaba de maravilla a la crónica negra. Semejaba su hábitat natural. Aunque como un día señaló su compañero Casal con piadosa finura, «a veces tenía encontronazos con la realidad». Es decir: si el crimen le parecía un poco desvaído, Alvite lo mejoraba con tantas pinceladas de color que el quinqui y el picoleto de turno no se reconocían en aquella bruñida pieza a lo Dashiell Hammett.

Era el cronista un hombre barbudo y alto para su época, de estética un poco de tergal. Tras las amplias gafas se agachaban unos grandes ojos claros y celtas, como los de esos perros melancólicos que salvan a los alpinistas extraviados. La mirada noble delataba a un bueno que se disfrazaba de soldado de la canallesca. La voz sonaba además sorprendentemente suave. El tono era cariñoso.

Alvite fue la mejor máquina de crear metáforas que uno haya visto jamás en acción. Le salían con la misma facilidad que las volutas de humo de los pitillos que empalmaba, esos que un día lo aterrizarían de cabeza en un cáncer. «La tristeza siempre me ha sentado mejor que la ropa», decía. En realidad, me temo que era un poeta: «En cada fiesta de cumpleaños he tratado inútilmente de prender las velas debajo de la lluvia, ilusionado y contradictorio, como un aviador vestido de buzo», escribió en uno de sus miles de artículos.

El espacio mítico de sus columnas era un antro llamado El Savoy, que idealizaba como si fuese un garito con magia enclavado en los años treinta o cuarenta estadounidenses. La verdad es que apenas salió de Santiago (¿para qué?). Su alergia a hacer la maleta daba igual, no importaba nada, pues ya tenían un mundo guardado dentro de su cabeza.

A comienzos del siglo XXI, Alvite empezó a escribir en Diario 16 y Madrid lo descubrió. Carlos Herrera tuvo el buen ojo de deslumbrarse enseguida con su magia y le ofreció el primer apoyo para ganarse amplias audiencias, las que siempre había merecido cuando era un secreto local. Tras décadas peinando metáforas en el reino de la lluvia, le llegó por fin la oportunidad de vivir bien del periodismo y dejar la caja de ahorros. Y es que Alvite, que se casaría dos veces y se definía como «áspero y sentimental», era un bohemio de observancia burguesa, capaz de pasar sin transición de las simas de la noche a su ventanilla en Caixa Galicia.

Cuando cobró fama en Madrid le hicieron una oferta para dejar nuestro periódico y pasarse a La Razón. Me tocó ir a Santiago con la misión de convencerlo para que no nos abandonase. Me recibió cordialísimo. Me llevó a un restaurante setentero, del que solo recuerdo unas almejas a la marinera y más vino del que yo soy capaz de contener. De allí, a un club medio subterráneo en la parte nueva de Santiago, que viene a ser la antítesis estética de su glorioso casco histórico.

Alvite plantó un cartón de tabaco encima de la mesa y comenzó a fumar, hablar y bajarse copas, mientras me contaba sus historias. Cuando dejamos El Savoy y volvimos a la superficie, se intuía ya el alba sobre la eternidad pétrea de Compostela. Yo me fui rumbo a mi hotel bastante afectado. Él caminó tranquilo cara a la caja de ahorros. Me despidió con las más entrañables palabras… y en unos días me comunicó que se largaba a la competencia, porque uno tiene una edad y ese tren de dinero.... pues no se puede dejar pasar, hay que pensar en la familia un poco. Me lo tomé con deportividad y siempre conservó mis mayores simpatías, por eso me siento muy honrado de que mis colegas gallegos se hayan acordado de mí para un premio que lleva su nombre.

Con su estilo de vida, Alvite había hecho oposiciones a lo peor. Y las aprobó. En el año 2013 le diagnosticaron un doble cáncer, que le dejó un par de años antes de bajar la persiana del Savoy. Tampoco ahí renunció a su humor irónico: «Me han diagnosticado un cáncer de pulmón y otro de colon. Nunca pensé que envidiaría el estado de mi coche». Era un pesimista, creo que en parte por pose literaria, que proclamaba que «la vida me enseñó a pelear siempre acostado, porque esa es la única manera segura de no caer».

En su carta de despedida a Herrera, cuando ya sabía que estaba a punto de reunirse con Sinatra, le escribió que tenía la ilusión de volver a verlo algún día… «y si no vuelvo, por favor, piensa que fue sólo porque me empeñé en el estúpido sueño de llegar por ferrocarril a una ciudad sin tren».

Dicen que a veces ocurre un fenómeno misterioso en las madrugadas del cementerio compostelano de Boisaca. La lluvia perpetua se amansa por un instante hasta quedarse en un orvallo suave y se escucha queda la trompeta de Chet Baker, unas notas románticas sostenidas por una neblina azulada de aroma a tabaco. Desde el cielo de los periodistas que supieron hacer algo superior al periodismo, Alvite lo mira todo y sonríe con sorna, pero esta vez se siente pleno, feliz.

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