Cuchuchú
No acostumbro entrometerme en asuntos familiares e íntimos de personas desconocidas. Pero se alertó mi curiosidad y seguí, a prudente distancia, a la señora que empujaba el coche de niños
Ayer, paseando por Santander, asistí a un espectáculo de amor profundo.
–Cuchuchú.
Un día de sol radiante, cielo azul y la mar plana. Paseo de la Reina Victoria. Rasgando la bahía, el Puntal. Más allá, Pedreña y la ría de Cubas. Una mujer empujaba con parsimonia paseante un coche con su bebé. Tenía que ser un bebé porque no protestaba cuando ella, enloquecida de amor materno, le decía cada diez metros de recorrido.
–Cuchuchú.
Ella tenía un buen aspecto. No era una belleza, pero mostraba muy buena planta y se movía con elegancia y buenos andares. Iba vestida de señora de Santander. En San Sebastián, durante mi infancia y juventud, las señoras se vestían de San Sebastián. En Madrid, la cosa iba por barrios. Un abrigo «beige» delataba que vivía en el barrio de Salamanca, o la zona baja de Chamberí, cruzando ese gran río que atraviesa Madrid y se conoce como el Paseo de la Castellana. Pero en setenta años, jamás oí a una madre decirle a su bebé:
–Cuchuchú.
A los niños recién nacidos no se les dicen esas cosas. Aunque no lo demuestren por las limitaciones lógicas de la edad, también los bebés sufren de ataques de alipori. Esta señora de Santander vestida de señora de Santander trataba a su bebé con evidente desconsideración.
–Cuchuchú, cuchuchú.
No acostumbro entrometerme en asuntos familiares e íntimos de personas desconocidas. Pero se alertó mi curiosidad y seguí, a prudente distancia, a la señora que empujaba el coche de niños. Un coche a la inglesa, azul marino, con las ruedas grandes y plateadas. Un bocinazo en la calzada. La madre, inmediatamente, tranquilizó al niño.
–No te asustes, Cuchuchú.
Cuando leo que en España han sido sacrificados, es decir, asesinados en el último año más de 300.000 seres humanos en las llamadas clínicas abortivas, me asaltan dos pensamientos. El primero, de tristeza. El segundo de incredulidad. Donde yo vivo, en la franja costera que abarca desde Cóbreces a San Vicente de la Barquera, con Comillas en el centro del tramo, durante los meses de verano abundan las familias con niños. Miles de niños. Unos muy bien educados y otros pesadísimos, llorones, propensos a los berridos y con unos padres pasivos que nada hacen para detener sus llantos. Y por supuesto, nada proclives a hablar con sus bebés y calmar sus angustias diciéndoles «Cuchuchú».
Me acerqué, por malsana curiosidad a la señora que empujaba el coche con su niño. En la cercanía aumentó su amor onomatopéyico.
–Cuchuchú, chip, chip chip.
No me considero un héroe, pero decidí calmar mi curiosidad. Acelerando el paso me situé a la par que la cariñosa madre. Y pude ver al niño que recibía sus lamentables muestras de cariño.
Era un perro. Un perrito blanco, lanoso, con un abriguito, lazos en las orejas y toda suerte de juguetitos caninos para que se entretuviera durante el paseo.
No pude reprimirme. «¡Señora, que no es un niño, que es un perro!»
La señora se sintió herida por mi comentario.
–¡Claro que es un perro! ¡Es mi Cuchuchú! ¿Qué creía usted que era? ¿Un niño? ¡Anticuado!
No estoy en condiciones de alargar mi texto.
Y algunos de mis lectores, lo comprenderán.