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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Psoeistán, fábulas de una satrapía

«Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía»

Actualizada 13:46

Érase que se era un país, antaño ilustre, conocido ahora como Psoeistán. Gobernaba sin haber ganado las elecciones Mi Persona, un visir narcisista de porte perdonavidas. Consideraba que mentir al pueblo no era más que ir cambiando de opinión y estaba vendido a un bandido estrafalario, buscado por la justicia y escaqueado en una cueva del extranjero.

El visir de Psoeistán había llegado al poder prometiendo limpiar la vida pública. Pero acabó emporcándola como nunca. El cariz del individuo se vio venir desde su llegada, cuando se descubrió que había montado una tesis doctoral de corta y pega (buscándose además padrinos para que le otorgasen los más altos honores académicos). Después se alió para tomar el poder con unos malvados a los que él mismo había ayudado a combatir solo unos meses antes. Más tarde hizo una gestión calamitosa frente a una grave epidemia, encerrando de manera ilegal a todo el pueblo de Psoeistán y mintiéndole a diario en plomizas arengas televisivas.

A la vista de que por más atropellos que cometía nunca pasaba nada, el visir fue creciéndose:

Enchufó a sus amigotes de juventud con puestos inventados para que pudiesen vivir de la teta pública. Enchufó a su hermano en la Administración, regalándole además dinero público para que montase unas óperas frikis que nadie veía. Permitió que su propia mujer hiciese negocietes a su amparo y, por supuesto, la enchufó también, consiguiéndole curros mediante la presión ejercida desde el poder.

El visir publicaba encuestas manipuladas, que le cocinaba a la carta un fámulo de su partido, y convirtió la televisión pública en algo tan servil hacia Mi Persona que el NODO de Franco casi parecía un boletín de la BBC.

El visir sabía perfectamente que un ministro que era su mano derecha amparaba una sórdida red de latrocinio a costa del material sanitario. Pero lo escondió bajo la alfombra.

Cuando se vio acorralado por la mugre que sacaron a la luz la justicia, la policía y la prensa –por ahora– libre; el visir enchufó el ventilador: si acuso a todo el mundo de corrupto, se notará menos que nosotros somos los auténticos corruptos. Movilizó a la Fiscalía y a Hacienda para filtrar datos privados de particulares por motivos políticos. Saltándose todas las líneas rojas, el visir de Psoeistán, convertido ya abiertamente en un sátrapa, lanzó una guerra contra los jueces y amenazó en el Parlamento al jefe de la oposición aprovechando el ventajismo matón de ostentar el poder.

Psoeistán ocupaba el mismo espacio físico donde antaño había existido un país unido, con una lengua, una historia, una cultura, una fe y unas esperanzas compartidas. Ahora ya no era así. El gran visir Mi Persona había inventado un nuevo concepto: «el Estado plurinacional» o «nación de naciones». Consistía en crear varios mini estados xenófobos donde antaño había uno único, solidario y fuerte. Esa desmembración no tenía más objeto que ganarse el apoyo de los separatistas promotores de esas taifas, cuyo respaldo resultaba imprescindible para que el visir y su «visira» pudiesen seguir alojados en Palacio.

Las gentes de Psoeistán no perdían la esperanza en que se lograría frenar al sátrapa y restaurar el Estado de derecho. Para ello tenían puesta su confianza en el sultán, el monarca, hombre recto y bien preparado, comprometido con la legalidad. Pero el visir –pérfido, pero nunca tonto– había estudiado cómo se hizo con el poder un tal Comandante Chávez. Ahí aparecía bien clara la vía para maniatar al sultán y modificar la Constitución a capricho. Si el Gobierno del autócrata lograba dominar al más alto tribunal del país, todo lo que al sátrapa le pareciese bien pasaría a cobrar un barniz legalidad. Al pobre sultán no le quedaría otra que plasmar su rúbrica en leyes que en realidad eran totalmente aberrantes, y cuyo espíritu no compartía.

Psoeistán se había convertido en una satrapía, pues imperaba el capricho de un déspota. El poder perseguía sin disimulo a los discrepantes. El visir solo atendía a su prensa de cámara. Los jueces se habían convertido en sospechosos que molestaban al autócrata. El fiscal general se saltaba las reglas a la torera para apoyar al partido del visir.

Y la economía, ¿qué tal? Pues trucada, falseando las estadísticas de desempleo con una trampa semántica que ocultaba la friolera de 700.000 parados; con la clase media abrasada a impuestos, con el poder adquisitivo cayendo frente a los países vecinos y con la inversión foránea desplomándose.

Por último, en Psoeistán la historia del país debía contarse acorde a unas pautas establecidas por el régimen. So pena de multa, los de su ideología debían presentarse por ley como ángeles seráficos y sus adversarios, como bestias del averno.

No sigo. Lo resumió muchísimo mejor Quevedo, que por algo es un clásico: «Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía». Tal cual.

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