Lo inevitable
«Inevitable» apropiación del celestial retorno a la patria y a la raza puras que otros arrebataron y mancillaron
Un malestar difuso se sobrepone a lo cómico cuando escucho la reprimenda de Carlos Aragonés a sus iguales en presidencia regional, pero siempre subalternos en tierra, sangre, liderazgo.
Cito al muy, muy, Muy Honorable. Con todas las mayúsculas que él juzgue precisas para dar razón de su magnificencia. Y aún me excuso por transcribirlas en esta lengua de siervos que hablamos los mesetarios. Pero es que, no sabe cómo lo lamento, de mi catalán familiar no queda nada. Una tragedia que me impide, lo sé y me entristece, ser del todo un pleno humano. Cito, pues, al ser superior que profetiza, infalible, sobre el futuro:
«La amnistía es inevitable. Y el referéndum, también».
Del paraíso en tierra, que vendrá enseguida, nada dice. No hace falta. Lo «inevitable», que invoca un líder providencial es, demasiado nos lo ha enseñado la historia del siglo XX, «inevitable» apropiación del celestial retorno a la patria y a la raza puras que otros arrebataron y mancillaron. Lo «inevitable» es aquello a lo cual, quienes creen en el destino patrio, se saben prometidos. La voz de una deidad tectónica soporta esa garantía. Nada puede detener a quien es uno con la patria divinizada. En la Centroeuropa de los años treinta, algunos lo llamaron neopaganismo.
Y claro está que la invocación del destino luminoso tiene resonancia lúgubre para la Europa moderna. «Lo inevitable…» Y el desasosiego de un déjà vu no me abandona. Al cabo de unas horas de hojear viejos libros en la biblioteca, doy con este pasaje:
«Ya se lo he dicho: ¡hemos vuelto a casa, a casa! Y usted tiene que sentirlo y tiene que entregarse al sentimiento de tener siempre presente la grandeza del Guía», arenga la creyente en la inminencia del paraíso patrio. El escéptico infiel, que ha sido machacado para allanar el camino angélico, inquiere educadamente: «¿Y de dónde saca usted esta certidumbre?» La creyente replica, con seca velocidad de metralleta: «De donde viene toda certidumbre: de la fe… No es cuestión de entender, hay que creer». Y la política, así transubstanciada en teología, allanará el camino al edén primigenio. Que lo allanado sean almas y, si necesario fuere, cuerpos, nada importa. Es el reino de un dios mundano lo que está en juego. La exaltación –dirán sus fundadores– de una nueva y mundana Providencia.
El diálogo tiene lugar en 1935 en Dresde. La eufórica creyente en lo «inevitable» del destino que el Guía [en alemán, Führer] trae, es una joven profesora ayudante que impulsa su carrera bajo el brillante auspicio de su carnet del partido; el desechado escéptico es –o, más bien, fue– un prestigioso catedrático recién expulsado en virtud de las leyes raciales. El destino los ha atrapado en su vórtice. A ambos. Nada hay que hacer. Todo es inevitable, dice ella, con lágrimas de felicidad en los ojos. El sabio aniquilado por el «destino» permanece serio. Demasiado serio, juzga ella, que no acaba de entender su obcecación ante la grandeza que viene: «Querido profesor, no contaba con su sobreexcitación nerviosa… Se deja usted ofender y desvía la atención de lo esencial a causa de minucias y borrones inevitables en estos grandes cambios. Dentro de poco tiempo, juzgará usted de otra manera». Si está usted vivo. El Reich, en lo más hondo, no es ni bueno ni malo. Es Destino. Inevitable.
Victor Klemperer sobrevivió para contarlo. No todos tuvieron tanta suerte. La joven ayudante reencarna su voz, casi cien años luego, en este presidente regional que impone su superior destino a los pigmeos mesetarios, a quienes se ha dignado dirigir su providente palabra. Todo está en orden. Es el destino, «nuestro» destino, proclama. Frente al «destino» parasitario de las razas inferiores.
Pues eso. Con humilde reverencia.