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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Ellos gobiernan. Yo les escupo a la cara

No existe peor gente en este país nuestro que esa que vendió siglas y patrimonios morales a cambio de beneficios

Actualizada 01:30

Sé que son todos una banda de sinvergüenzas. No debiera afectarme. Me afecta. Sin más, porque su indecencia se encubre bajo nombres, convertidos en marcas comerciales, bajo los que un día –hace ahora medio siglo– abrigué yo mis sueños. Tan vulnerables entonces.

Nadie, en la frágil guarida de los pocos de mi edad que no se avinieron a la dictadura, nadie, absolutamente nadie, hubiera osado entonces embolsarse un céntimo a costa de sus convicciones. Podíamos estar equivocados. Puede que estuviéramos locos. Me avengo a cargar con cualquiera de esas calificaciones. Me dejan indiferente. Pero sé que ninguno de los míos de entonces –subrayo «entonces»– hubiera ni siquiera soñado con obtener beneficio alguno a costa de algo cuya dignidad estaba por encima de cualquier precio. Equivocados o locos, nadie hubiera aceptado ser Koldo, ni Sánchez, ni Ábalos, ni Garzón, ni Gómez, ni Berni, ni Díaz, ni Iglesias, ni ninguna de las dos Monteros… Cada cual cargue con lo suyo.

Pasó el tiempo, eso a lo cual los primeros Padres de la Iglesia establecieron que ni Dios podría dar vuelta atrás: nada transmuta lo que fue en no sido. Sé –y a pocas certezas otorgo una gravedad moral más pesada– que el presente no abole el pasado. Y amo el recuerdo de todos aquellos con los que compartí la acción completamente gratuita, la que nada busca, la que se sabría mancillada por cualquier éxito, por cualquier ganancia, por cualquier beneficio. Los amo con perfecta indiferencia hacia lo que ahora puedan ser los cuerpos hueros que llevan sus mismos nombres.

Recuerdo aquellos lejanos años como los de lo innegociable. Sé hoy que de lo innegociable puede nacer la hecatombe. El envilecimiento, nunca. Y odio –sencillamente odio, aunque sea tan poco elegante decirlo– todo aquello –y, más aún, a toda aquella gente– que corrompió una pureza –acertada o errada, no me importa– que acabó vertida en la basura repugnante de un salario político.

Éramos una banda de jóvenes muertos de hambre los que, mediados los años sesenta, hicimos la apuesta –costosísima entonces– de proclamarnos «de izquierda» algunos, «izquierdistas otros»: no es lo mismo. Ni un ápice de ambición venal había en ello. Aun en las variedades menos ejemplares, el dinero nada tenía que ver con ninguno de nosotros.

Pero el dinero vuelve siempre. Y todo lo trueca, escribía Freud, en excremento nauseabundo. Que, en los últimos cuarenta años, «izquierda» haya sido en España tan sólo password para atesorar dinero y honores en manos de las mayores nulidades –intelectuales como morales– de nuestra tierra, es algo que me pone enfermo.

Todo empezó con el golpe de partido que una panda de pícaros sevillanos dio a los casi moribundos ancianos que, en Tolouse y en París, rendían culto a un altar de purezas, estériles pero enternecedoras. Mi padre fue uno de esos últimos socialistas de otro tiempo, cuyo único beneficio fue una pena de muerte conmutada y un puñado de años de presidio. Recuerdo sus conversaciones con los de su edad en el París que pisó cuando, ya a inicio de los setenta, logró su primer pasaporte. Yo nada entendía de lo que hablaban: era otro tiempo. Periclitado, para el joven izquierdista que yo era. Entonces.

Ahora me toca a mí ser el periclitado. Se me da un ardite. Viví. Como me dio la gana. Y hoy me puedo permitir el lujo de decir que no existe peor gente en este país nuestro que esa que vendió siglas y patrimonios morales, a cambio de beneficios más tangibles. Sé que son todos una banda de sinvergüenzas. Sé que no debiera afectarme. Sea: ninguna afección hacia esa gente. Ellos gobiernan. Yo les escupo a la cara.

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