Aparta de mí…
Tan Isaac como Abraham. No hubo nunca verdugo que no se soñase víctima
Pasé el atardecer de viernes santo, releyendo otro camino de cruz. No había vuelto a abrir el libro –¡miente tanta serenidad llamarlo libro!– de Péter Esterházy, desde hace algunos años. Me había costado entonces ir sorteando su inesperada –su cruel– doble tipografía. Que es síntoma de la doble historia que su duelo acomete: la realidad que tritura lo soñado. Y que, en este atardecer tempestuoso del Madrid de hace tres días, tomó la dimensión de una de esas metáforas con las que un hombre ruega a los cielos no tener que rozarse nunca. Aquello que nos espanta, dice Freud, es aquello que más sabemos nuestro. Pero antes, mucho antes, Mateo 26, 42: «Padre, aparta de mí, si es posible, este cáliz…» Mas no es posible. Y la grandeza literaria –única de la que el ajeno lector que soy puede dar razones– se desencadena. Y alza la arquitectura de uno de los más hondos monumentos espirituales del minúsculo hablante que se confronta al Cosmos.
Padre, aparta. Ese cáliz, esa historia. Que, como todas las humanas, es historia de muerte cierta y de imposible redención. Y, en esta noche de viernes santo, que un septuagenario deja pasar en la pereza de la buhardilla que golpea la impaciente lluvia, he tenido la certeza de dar vueltas a una de las contadas metáforas primordiales que acunan en sus fantasmas los humanos: «Padre, aparta de mí…» Mateo. En el trágico español de César Vallejo, Padre se llamará España. Y aquel que dice «España, aparta de mí este cáliz», estará diciendo «cuídate España de tu propia España». Pero no, ni el Padre, ni España, ni potencia determinativa alguna podrían hacer que lo que fue no haya sido: una historia de sangre. Es una de esas lecciones que aprende muy pronto el lector sereno de los Padres de la Iglesia.
El camino de cruz de Péter Esterházy se inicia con un libro llamado al éxito. El más brillante de los escritores húngaros de mi generación acaba de poner en librería una enorme elegía familiar, a la mayor gloria de su padre, aquel Conde Esterházy que ha sido uno de los pilares de la masacrada resistencia contra la dictadura pro-rusa. A modo de epílogo documental de ese libro, el escritor, que acaba de cumplir los cincuenta años, concibe un segundo volumen en el cual recoger la mirada de la policía política acerca del héroe. No es complicado hacerlo. A diferencia de lo que la burricie española nos ha impuesto a nosotros, los archivos húngaros –como los alemanes o los polacos– están intactos y abiertos sin restricción a quien desee consultarlos.
Y allí empieza el cataclismo. Los archiveros advierten al renombrado autor de que tal vez no sea lo más prudente mancharse con el polvo de esas carpetas. Naturalmente, su benévolo aviso es despreciado. Péter Esterházy se sumerge en los archivos que la policía política dedica al Conde Mátyàs Esterházy. Que, en esas carpetas, no es llamado Mátyàs sino Csanádi. Y que, como Csanádi, ejerce su oficio de espía infiltrado en los círculos opositores a la dictadura. Poco a poco, folio de delación tras folio de delación, Péter Esterházy constata cómo, entre 1957 y 1980, el agente «Csanády» los ha ido vendiendo a todos: colegas, amigos, parientes… Entregados todos a los sicarios de la dictadura por el irreprochable Conde Mátyàs Esterházy. También su hijo, Péter, el que ahora anota esos archivos.
Podía haber guardado silencio. Podía haber disfrutado del éxito internacional de su reciente apología, Harmonia Caelestis. Pero no, no hay Padre ni Señor que pueda apartar de un hombre el cáliz del pasado. Ni siquiera Dios mismo, enseña San Agustín, podría eso. Y Péter va transcribiendo, nota a nota, las denuncias de Mátyàs-Csánadi. En doble tipografía, el lector ha de enfrentarse a los informes del padre-delator y las desgarradoras reflexiones del hijo traicionado: un acento como de Isaac ante Abraham va apoderándose del doble texto. El libro, con explícito propósito de enmendar lo dicho en el que lo precede, se llamará Versión corregida. Debería estudiarse en nuestras escuelas. Habla también de nosotros. Y enseña la funesta imprudencia de empecinarse en cargar con los muertos tan sólo a los otros. Los otros somos nosotros. Nosotros somos todos. Tan Isaac como Abraham. No hubo nunca verdugo que no se soñase víctima.
Viernes Santo. Madrid. 2024. La lluvia ametralla como granizo los tragaluces de la buhardilla en la que un hombre entiende, finalmente, de qué es, de verdad, de lo que está hablando el evangelista Mateo, ese narrador sobrio: «Padre, aparta de mí este cáliz». Pero el cáliz del pasado ni un Dios puede apartarlo. Tampoco ahora. Tampoco en el 1938 de César Vallejo: «¡Cuídate España de tu propia España…! ¡Cuídate de la víctima a pesar suyo, / del verdugo a pesar suyo / y del indiferente a pesar suyo…! / ¡Cuídate del leal ciento por ciento!»