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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El sueño feliz

Se trata de una buena noticia habitual. Y duerme. Un madridista no exagera su frenesí por alcanzar, una vez más, la final de la Copa de Europa, de la Liga de Campeones, porque está vacunado de gloria desde su niñez

Actualizada 01:30

Las felicidades se celebran. Es lo normal. Mi caso es preocupante desde mis años infantiles. La felicidad me da sueño. Y dormida la felicidad, retorno al escepticismo y al relativo bienestar que todo gozo produce. En la noche del 8 de mayo, en la de anteayer, me sentí inmensamente feliz por circunstancias de todos conocidas. Una felicidad positiva, aumentada con el júbilo negativo que origina la desolación del envidioso. Y después de dormir plácidamente y del tirón siete horas, amanecí de muy buen humor y restando importancia a los hechos jubilosos que se produjeron durante la tarde-noche anterior. Pero nada más. Un multimillonario no celebra de manera especial ingresar un millón de euros más en su cuenta corriente.

Se trata de una buena noticia habitual. Y duerme. Un madridista no exagera su frenesí por alcanzar, una vez más, la final de la Copa de Europa, de la Liga de Campeones, porque está vacunado de gloria desde su niñez. Me pregunto si la felicidad se completa con la infelicidad que produce la envidia ajena. Tengo que reconocer una pequeña maldad. Cuando terminó el partido de fútbol en el Bernabéu disputado entre el Real Madrid y el Bayern de Munich, en lugar de regodearme en la alegría, cambié de canal y me encontré con el silencio espeso de un público desencantado reunido en torno a un partido de baloncesto. Un público agarrotado por dos acontecimientos simultáneos. Ya estaban enterados de la remontada –otra peculiaridad madridista que, por su frecuencia, disminuye su impacto–, y asistía a los últimos segundos de su derrota en casa contra un equipo griego, creo que el Olimpiakos del Pireo. Sentí un malsano placer que desembocó en dulce misericordia. También en baloncesto se han gastado el dinero que no tenían para ganar al Real Madrid, y ni por esas. Llegaron los griegos y terminaron con sus ilusiones.

Intenté apagar mi contento, pero no lo conseguí del todo. El Barcelona tiene un gran equipo de baloncesto, pero nada más que eso. Con un gran equipo se puede construir un equipo campeón, pero con la melancolía en la camiseta, semejante logro queda muy lejano. Y para colmo, las malas noticias del Bernabéu. Hay algo de lógica histórica en ese desmoronamiento social. Celebran su derrota monárquica en la Diada, se abuchean entre ellos, convierten la fiesta en una desagradable disputa, y crecen con el derrumbamiento en sus ánimos. Les falta Franco para que les ayude como hizo tantas veces durante su Régimen, pero le han tratado con tanta descortesía e ingratitud, que ya no ganan ni por milagro. No obstante, contemplé con dulzura su infinita tristeza, su falta de reacción, su ausente sentido del orgullo torero, ese orgullo que el catalán Urtasun desea convertir en delito. El antimadridismo sociológico, también presente en Madrid, nos hace a los madridistas mucho más felices que el madridismo lógico, es decir, la costumbre de vencer. La felicidad entusiasta es efímera. Mañana será otro día, y esa reacción filosófica descoyunta los excesos de la envidia. Mañana será otro día, y en efecto, después de descansar, hoy me enfrento a los mismos problemas y obligaciones que ayer y anteayer, y esa realidad me permite alejarme de la celebración permanente por el triunfo de los míos y el fracaso de los amantes de los celos y la pelusa, que en España abundan.

Y en ese estado de serena felicidad, de gozo descansado, he escrito el presente texto, con espíritu beatífico y condescendiente. Señor, perdónalos, porque no saben lo que envidian. Es decir, lo inalcanzable para ellos todos. Y envidiar lo imposible de alcanzar, además de una tontería, es una pérdida de tiempo.

Y ahora, a esperar lo que tenga que venir.

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