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08 de septiembre de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Por desgracia, un horror nada nuevo

No hay país con más contrastes, capaz de llegar a la Luna y convertirse en primera potencia y también de alumbrar todo tipo de fanáticos violentos

Actualizada 18:05

Vivimos una epidemia de presentismo, porque la mayor parte del público arrastra un deprimente desconocimiento de la historia. La velocidad de efectos amnésicos que ha traído internet también contribuye al imperio de lo instantáneo. Así que ante el repugnante atentado contra Donald Trump y su corajuda reacción tendemos a pesar de que estamos asistiendo a lo nunca visto, que el mundo ha loqueado…

La imagen de Trump con la mejilla ensangrentada, el puño en alto y la bandera de Estados Unidos a sus espaldas quedará en la historia. Pero en realidad lo sucedido no es nuevo, forma parte de una trágica rutina, que esta vez ha dejado un espectador muerto y dos heridos graves.

Cuatro presidentes de Estados Unidos han sido asesinados: Lincoln, en 1865; Garfield, en 1881, McKinley, en 1901, todos republicanos; y el demócrata John F. Kennedy, en 1963 (además de su hermano Robert cuando competía por la nominación de su partido en 1968, el mismo año en que acabaron con el reverendo Luther King).

En 1912 intentaron matar a tiros a Theodore Roosevelt y en 1933 atentaron contra su pariente lejano Franklin D. Roosevelt, en un tiroteo en el que murió el alcalde de Chicago. En 1981 llegó el atentado contra Ronald Reagan. Es legendaria su humorada cuando ya en la camilla del quirófano, y con una bala en el pulmón, se sacó unos segundos la mascarilla para bromear con los cirujanos: «Bueno, chicos, espero que seáis todos republicanos…».

Si nos parece inaudito este execrable atentado contra Trump, imaginemos lo que debió ser el que sufrió Teddy Roosevelt, hoy considerado uno de los cinco grandes presidentes estadounidenses, cuando se encontraba en campaña para buscar un segundo mandato. Teddy era un personaje pintoresco, un naturalista que moriría con solo 60 años por unas fiebres tropicales que contrajo en la Amazonía. Había combatido en la Guerra de Cuba contra los nuestros y se convirtió en un notable mandatario entre 1901 y 1909, cuando diseñó el actual modelo de presidencia y ganó el Nobel de la Paz por su labor para finiquitar la guerra ruso-japonesa. En su intento de volver al poder perdió las primarias republicanas y acabó fundando su propio partido, el Progresista.

El 14 de octubre de 1912, Roosevelt se preparaba para ofrecer un mitin en un hotel de Milwaukee cuando recibió un disparo de un fanático, John Schrank, un pudiente tabernero de origen bávaro. El tirador, un lunático, declaró que había recibido instrucciones directas de ultratumba del asesinado presidente McKinley para que evitase a toda costa la reelección de Roosevelt. La bala de Schrank atravesó la cajita metálica de las gafas del político y un discurso de 50 páginas que guardaba tras ella, lo que amortiguó su destino final: un músculo del pecho de Roosevelt, donde se quedaría alojada por siempre, pues los médicos descararon extraer el proyectil.

Roosevelt había sido soldado y sabía calibrar el alcance de una herida. Al constatar que no tosía sangre, se enfrentó al dolor y decidió ofrecer igualmente su discurso: «Hace falta algo más que una bala para matar a un alce», proclamó en sonada frase. Durante noventa minutos largó su perorata mientras la sangre iba encharcando su pechera, ante la mirada de un público entre enfervorizado por su coraje y sobrecogido ante tan dantesco espectáculo. Cuando la multitud intentó linchar al terrorista, Roosevelt exigió que se respetase su integridad física. Schrank acabó internado de por vida en un manicomio, donde murió.

Teddy Roosevelt escribió una interesante frase sobre el caso: «Shrank no estaba loco. Pero tenía ese cerebro desordenado de muchos criminales y muchos no criminales». Bien visto.

El atentado contra Trump refleja los claroscuros de Estados Unidos. No existe país con más contrastes que la todavía primera potencia. Han sido capaces de levantar la democracia de contrapesos que admiró a Tocqueville, de frenar a Hitler, de aterrizar en la Luna, de entretener al planeta con su cine y sus artistas, de cambiar la faz del mundo con internet… y también de volar Hiroshima y Nagasaki, de albergar barrios de pobreza tercermundista, de admitir la segregación racial hasta mediados del siglo XX, de sufrir una auténtica epidemia de adicción a los tranquilizantes o de dar cobijo a todo tipo de fanáticos violentos, que lo tienen fácil en un país donde ya existen más armas que ciudadanos.

Estamos ante una República cuya fundación reposa sobre la libertad inalienable del individuo, lo cual es magnífico… excepto cuando el enajenado de turno considera que le toca defenderla con las armas, como hizo el olvidado Schark, o el siempre recordado Oswald, un comunista solitario que ha generado mil cábalas.

Vamos a escuchar estos días muchas teorías de la conspiración. Algunos ya han empezado a culpar del atentado a las «políticas del odio», empezando por Sánchez, cuando él mismo las practica con su dialéctica guerracivilista. El primer reflejo de la CNN fue politizar la información sobre el ataque minimizándolo como un «incidente», lo mismo hizo la prensa sanchista de cejas altas calificándolo de «aparente atentado». Otros señalan a «la izquierda globalista». Pero en el mundo hay lobos solitarios, chiflados, psicópatas, fanáticos violentos… Existe el factor humano. Y todavía más en América, donde todo se despliega a lo grande.

Sin embargo, resulta indudable que los climas políticos enrarecidos pesan, y en Estados Unidos se ha alcanzado el antagonismo extremo. Se han volado todos los puentes entre los dos bloques ideológicos.

Lo que hemos contado aquí malamente lo explica de manera magistral el mayor cronista vivo de Estados Unidos, un tal Robert Allen Zimmerman, alias Bob Dylan. En el encierro de la pandemia publicó una asombrosa canción -llamémosla así- de 16 minutos sobre el asesinato de JFK, titulada Murder Most Foul. Allí está pintada América, en sus simas violentas y en sus celestiales magias. Una formidable elegía de una nación única, hoy ya en declive, que me atrevo a recomendarles.

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