La oreja y el relato
Que un chico de 20 años haya intentado acabar con la vida del expresidente norteamericano no es la cuestión nuclear. Fruto de esa polarización que sufre la sociedad estadounidense, todo lo que se diga a partir de ahora tendrá relación no con la oreja de Trump sino con el conteo de votos
No sé en qué momento de la humanidad –o de esta inhumana coexistencia– llegamos a la terrible conclusión de que un atentado indiscriminado o un ataque a un político puede favorecer a las opciones de éste y perjudicar a las del contrario. O viceversa. El intento de matar ayer a Trump nos ha llevado a todos, a mí la primera, a hacer la aguda pregunta de Cicerón: cui prodest? O simplemente a valorar la posibilidad de que este intento de magnicidio favorezca la candidatura del aspirante a la reelección y sentencie al que tiene enfrente. Como si diéramos por sentado –y desgraciadamente no nos equivocamos– que la intención de voto se ve alterada por la sangre que derrama la víctima. La pregunta pertinente es cuestionarse en qué maldito e inmoral día hemos revestido de relato político la pulsión asesina de un loco, una banda terrorista o un sicario.
Cuando dispararon a bocajarro a Alejo Vidal-Quadras, al que solo salvó la vida el acto reflejo de haber girado la cabeza, comprobamos con estupefacción cómo a la izquierda le interesó menos el suceso que una navaja de atrezzo que pretendidamente recibió en la campaña madrileña de 2021 la aspirante socialista a la Comunidad de Madrid, Reyes Maroto. Cuando pegaron una bofetada a Mariano Rajoy en 2015, a los socialistas les pareció una travesura de un demente, algo así como el ¡que te pego, leche!, de Ruiz-Mateos. Nada comparado con el sacrificio de un perro para evitar la transmisión del ébola en España. La violencia depende de quién y contra quién se administre: el can abrió telediarios y concitó a miles de personas al grito de «Rajoy asesino» pero la agresión a un ser humano, eso sí deshumanizado por ser de derechas según la lógica de la izquierda, desapareció de las portadas en un plis plas. Ya no cuenta el hecho en sí, sino su correlato ideológico.
Pero el día que perdimos la inocencia en España –o que nuestra política perdió definitivamente la moral pública– fue el 12 de marzo de 2004, solo un día después de que 193 personas fueran voladas en unos trenes en Madrid. El candidato a presidente por el PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, dijo lo siguiente: «La respuesta política tendrá alguna variación dependiendo de si estamos ante un atentado terrorista de Al-Qaeda o de ETA». Terrible respuesta que entrañaba una demoledora realidad: las pobres víctimas no tenían el mismo valor si las había desventrado ETA, en cuyo caso los votos los aprovecharía la derecha, o si era Al-Qaeda el brazo ejecutor, cuya autoría señalaría directamente a las políticas de Aznar contra Irak.
Es decir, los hechos no eran graves por sí mismos, ni la sangre vertida un alegato per se, su verdadera dimensión la otorgaba si se podía endosar la matanza al presidente saliente del PP, lo que finalmente motivó un vuelco electoral que dio paso a la devastadora etapa que sufrimos. «Aznar, asesino» era la consigna. En Barcelona, los ministros Rato y Piqué fueron agredidos al calor de ese agit prop. La realidad, y hasta la muerte de los caídos, se ponía a disposición de la narrativa de los partidos.
En los atentados islamitas de agosto de 2017 en Barcelona y Cambrils, lo de menos fue la atrocidad de que 16 seres humanos cayeran asesinados. Para los separatistas, que ya preparaban el golpe, lo mollar fue contar a sus parroquias que aquella masacre se debía a que el CNI había conspirado y hecho oídos sordos a las alarmas que le llegaron desde Estados Unidos y la UE sobre la inminencia de un ataque terrorista. Antes ETA y sus corifeos –incluido el PNV– ya habían establecido un marco mental según el cual hay tumbas que merecen ser ocupadas porque coadyuvan al relato.
Hasta la llegada de los populismos un atentado era un hecho execrable que abocaba a consensos –de la gente bien nacida, claro–, sin indultar de entrada a los victimarios en función de su adscripción ideológica o minusvalorar a su víctima si no compartíamos su opción política. Hace dos meses, el primer ministro eslovaco, Robert Fico, fue tiroteado y a punto estuvo de morir. Como su filiación no era progresista ni el cerebro del ataque un peligroso ultraderechista, el intento de asesinato y la salud del líder de Eslovaquia se descolgó pronto de las portadas informativas.
Que un chico de 20 años haya intentado acabar con la vida del expresidente norteamericano no es la cuestión nuclear. Fruto de esa polarización que sufre la sociedad estadounidense y, con ella, la de Europa entera, todo lo que se diga a partir de ahora tendrá relación no con la oreja de Trump sino con el conteo de votos. Como el hipotéticamente beneficiado en la demoscopia es el líder más odiado del progresismo, asistiremos en las próximas horas a especulaciones de si la autoría era de falsa bandera o no. Vamos, que los argumentarios conjeturarán sobre si el exmandatario se fabricó él mismo lo de los tiros –arriesgándose a no contarlo, claro– para merendarse a Biden a cuatro meses de las presidenciales. Como antes se le echó la culpa a él de que el esposo de Nancy Pelosy fuera atacado a martillazos o se interpretó que el tiroteo contra el demócrata Girffords, se debió a las políticas a favor de las armas de los republicanos.
Recordemos como todavía hoy en España la izquierda y sus aliados nacionalistas esparcen la sospecha de que el atentado de ETA contra Aznar lo montó él mismo para catapultarse a la presidencia en 1996. ¿Y si empezamos a preocuparnos para que esto no vuelva a suceder y no sobre quién puede sacar provecho de que alguien le vuele la oreja? Quizá la mejor manera de hacerlo sea reconstruir un país, una sociedad, que pueda salir de nuevo unido a la calle para combatir la amenaza de la violencia. Venga de donde venga.