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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Ni La Roja ni las guerreras: España

Marketing inocente o intencionado, lo cierto es que cuesta llamar a las selecciones por su nombre real, no sea que se enfaden los plurinacionales

Actualizada 01:30

Quien compite en los Juegos Olímpicos, como hace nada en la Eurocopa, es España, aunque un espectador despistado podría tener dudas al respecto al escuchar la variada gama de sobrenombres utilizados por los locutores para rebautizarla: las guerreras, los hispanos, la Familia, los leones o La Roja, que es el más hegemónico y forzado de todos ellos.

Cada periodista deportivo lleva dentro un Julio César Iglesias en busca de la posteridad con un apodo que haga fortuna, como la Quinta del Buitre, icónica definición de aquella generación de Butragueño, Míchel, Martín Vázquez y compañía que jugaban como tocaban The Beatles e inmortalizaron el sueño adolescente de saltar de las calles al Bernabéu para triunfar.

Hoy en día esos talentos se despliegan también en la política, con Herrera y Losantos a la cabeza del ingenio para retratar a los personajes y fenómenos del momento con un seudónimo que, cuando triunfa, es porque ha sido capaz de resumir con arte su esencia.

La Selección Nacional de Opinión Sincronizada, Fashionaria, Su Sanchidad, La Niña de la Curva o Los Amantes de Teruel son genialidades descriptivas del ejército de tertulianos de guardia del Régimen, la vicepresidenta Díaz, el presidente Sánchez, la decadente líder de Podemos o la pareja monclovita begoñil que todo el mundo entiende y adopta por la conexión entre el término y la naturaleza íntima de sus receptores.

Eso no pasa con el deporte, o a mí al menos no me lo parece, y fuera de las pantallas de televisión no se escucha a nadie, salvo a algún remilgado cursi, llamando «guerreras» a un grupo de señoras que juegan al balonmano ni «familia» a otro que lo hace al baloncesto ni «rojos» a uno más que lo hace al fútbol.

Cuenta la leyenda que fue Luis Aragonés quien citó por primera vez el sobrenombre de la Selección, al considerar que España necesitaba uno para reforzar su identidad como Argentina con la albiceleste o Brasil con la canarinha, y puede ser.

Y tal vez eso abrió la Caja de Pandora de los expertos federativos en marketing para bautizar a sus equipos con un épico apodo que los hiciera más célebres y promocionara mejor sus deportes, como si el balonmano en lugar de jugarse una plaza en semifinales estuviera peleando con Leónidas en las Termópilas contra el temible ejército persa.

Puede ser, también. Pero el tufo político es evidente, por acción u omisión, en un país que a estas alturas no tiene claro cómo se llama, cuál es su idioma e incluso cuántos somos: a ese modelo troceado, acomplejado, en discusión y atacado desde dentro no le viene nada mal diluir la identidad nacional en un magma de apodos tan presuntamente vistoso como rupturista.

Devaluar la historia en la enseñanza pública, hasta el punto de que gestas como el Descubrimiento, la vuelta al mundo o la Reconquista se transformen en oprobiosos capítulos a olvidar o por los que disculparse; o desvencijar el idioma español en aquellas Comunidades con otra lengua cooficial que no da derecho a extinguir la principal pero de facto lo consigue; forma parte del mismo desvarío ideológico que a unos cuantos les lleva a utilizar La Roja con intenciones evidentes.

Pero juega España, en nombre de los españoles, con el himno y su bandera preparados y los Reyes en la grada animando. Quizá esa imagen conjunta de unidad nacional no guste y, por eso mismo, hay que recalcarla: la roja es Yolanda Díaz o la esposa de Sánchez o la de Pablo Iglesias.

Los que meten goles, encestan canastas, hacen ipones o aciertan en la diana son españoles y representan a España. Y decirlo, sin tanto mote forzado, es una sencilla manera de defender a tu país por el revolucionario método de llamarlo por su nombre, sin adornos sospechosos ni probables segundas intenciones.

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