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19 de septiembre de 2024

Enrique García-Máiquez

La gravedad del pecado

La Iglesia adquiere el deber con sus fieles de ofrecer un magisterio minucioso que guíe a las conciencias en todas las tesituras. No hay lugar para las frivolidades

Actualizada 01:30

Hay que estar muy agradecidos al Santo Padre. Ha dicho que rechazar la inmigración es un pecado grave. A bote pronto, puede parecer que interfiere en la política de varias naciones de Occidente y hasta en su supervivencia, poniendo en el punto de mira a algunos políticos. Este análisis de regate corto sería muy pobre. Si esperamos a plantear los debates necesarios o las sentencias judiciales a que no haya procesos electorales, los aplazamos al infinito y prescriben los delitos y las cuestiones más delicadas. Vamos campaña sobre campaña y sobre campaña una; y el Sumo Pontífice no puede estar esperando a que nadie se pueda sentir aludido.

Lo primero que tenemos que agradecerle los que vemos con preocupación los masivos movimientos migratorios, es que los ponga en primer plano contra la tendencia a minimizarlos o esconderlos.

Lo segundo es el doble ámbito. No hace falta ser un güelfo blanco para percatarse de que el hecho de considerar que algo es pecado evoca de inmediato la existencia de los dos órdenes. La Iglesia dictamina qué rige en la conciencia y las naciones hacen leyes civiles que pueden recoger mucho, poco o nada de esas orientaciones religiosas. Todos podemos enumerar muchos pecados de siempre que los ordenamientos jurídicos occidentales regulan, promueven y hasta subvencionan con total naturalidad y sin escándalo (por desgracia) de nadie. ¿Quién protesta aquí por el divorcio? No hay caer en este extremo, por supuesto; pero la mención explícita al pecado nos redirige a los ámbitos autónomos.

Lo tercero es aún más importante. Al calificar el rechazo a la inmigración como pecado y como pecado grave, Francisco ha pulsado el botón de la Teología Moral. Ya no se trata de una cuestión emotiva ni de discusión partidista ni de nebuloso buenismo ni de estados cambiantes de opinión. Para los católicos, un pecado grave ofende a Dios (poca broma) y compromete, además, la salvación eterna. Una vez que el Vicario de Cristo ha calificado algo como pecado grave, urge que los teólogos determinen claramente cuándo, cómo, hasta dónde y en qué circunstancias. Nos jugamos el alma.

La moral católica es una obra de arte. Yo tengo una fe berroqueña y firmo el credo niceno-constantinopolitano de la cruz a la raya; pero incluso aunque no creyese, Dios no lo quiera, reconocería agradecidísimo la finura de la ética cristiana en la que me eduqué y que tanto me ha ayudado a no hacerme líos psicológicos ni traumas. ¡Está todo tan claro…! Ninguna tendencia ni tentación son pecado nunca, y para que algo lo sea grave tienen que concurrir la materia en sí, la plena advertencia y el consentimiento deliberado. Para pecar, en consecuencia, hay que empeñarse. Y sobre esto, siglos de estudio y oración han elaborado sutiles casuísticas, de las que justamente los jesuitas han sido campeones, no para complicar ni dispensar ni justificar, sino para arrojar luz. Por poner un ejemplo obvio, pocas cosas más graves que matar, pero la legítima defensa no es pecado ni venial; ni tampoco impedir que más náufragos suban a un bote salvavidas cuando está al borde su capacidad y amenaza hundimiento y desgracia para todos. Etc.

Al incluir en la habitual catequesis de los miércoles la declaración de que el rechazo a la inmigración es pecado, el Papa ha encuadrado el asunto en esta tradición. Respecto a la materia, para empezar, ha dicho –y cada palabra cuenta– que el pecado consistirá en «trabajar para repeler por todos los medios» a los inmigrantes. Lo que no incluye, lógicamente, las leyes sensatas de migración ni exigir que se cumplan de acuerdo con el Estado de derecho de cada nación, como sabe el Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano.

Si es pecado, se postergan los sentimentalismos y las abstracciones y las acusaciones gratuitas. La Iglesia adquiere el deber con sus fieles de ofrecer un magisterio minucioso que guíe a las conciencias en todas las tesituras. No hay lugar para las frivolidades.

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