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Enrique García-Máiquez

Desarrollo, rollo, arrollo

En 'Rebelión en la granja', George Orwell cuenta cómo no hay nada mejor para arrollar una norma que desarrollarla

Actualizada 01:30

Uno de los signos distintivos de estos tiempos es la inflación normativa. Tenemos leyes por defecto, por vicio, a cascoporro, a patadas, para reventar… Tantas que estamos anestesiados de su peligro, como las famosas ranas en la sartén. La sartén legislativa. Nos contentamos con citar a Tácito: «Cuanto más corrupto es el Estado, más leyes tiene».

Tácito tiene toda la razón, pero se puede y se debe explicar más la gravedad, porque la corrupción ya la vemos, pero para desactivarla hay que ver cómo funciona. El caso de los derechos esenciales de la Constitución Española puede servir de ejemplo paradigmático del peligro que tiene la avalancha regulatoria. Los derechos fundamentales y las libertades públicas son de directa aplicación. En buena técnica jurídica, no requieren BOE ni desarrollos legislativos. Cualquier ciudadano al que se le vulneren esos derechos o libertades puede pedir amparo ante los poderes públicos, que están obligados, y ante el poder judicial. ¿Para qué se necesita el desarrollo? Hagamos explícito lo que Tácito sugiere.

En realidad, el desarrollo, cuando no es rollo, que casi nunca es sólo rollo, arrolla la mejor garantía de esos derechos, que es su aplicabilidad directa. Su simplicidad es una fuerza. Lo desarrollado se interpone entre la Constitución y el ciudadano protegido. No hay caso más paradigmático que el derecho a la vida (art. 15) que era de todos. Su desarrollo legislativo ¿lo ha fortalecido? ¿O le ha abierto rendijas, boquetes y vías de agua? Por un extremo —el nasciturus— y por el otro —el moriturus—, aborto y eutanasia, el derecho a la vida es, tras el desarrollo, un derecho a la muerte, literalmente. Incluso los que están a favor, me concederán que lo mismo no es. A contrario sensu, hay un derecho fundamental sin desarrollo, que es la huelga. Gracias a ese respeto, la huelga en España es un derecho fortísimo, amparado por los tribunales y los usos y costumbres. Quizá el menos limitado de los derechos fuertes, justamente porque no le han arreado un desarrollo. Ahora van a legislar el derecho a la defensa (art. 24) y los abogados ya están temblando. El derecho a la libre expresión y a la libertad informativa va a salir muy perjudicado de las normas que pretenden, dicen, ordenarlo y potenciarlo.

Otro aspecto que se quiere desarrollar (y el PP le tiende la oportuna mano abierta a Sánchez) es un estatuto del cónyuge del presidente de Gobierno. ¿Qué falta hace? Con la ética, el sentido común, la prudencia, el buen gusto y el mismo ordenamiento (art. 14) que cualquier otro cónyuge de vecino valdría de sobra.

Un autor menos implícito que Tácito, aunque inquietantemente parabólico, nos lo explicó a la perfección. En Rebelión en la granja, George Orwell cuenta cómo no hay nada mejor para arrollar una norma que desarrollarla. Tras su revolución, los animales, liderados por los cerdos, establecen siete mandamientos basados en los ideales del Viejo Mayor. Entre otros, «Todos los animales son iguales» o «Ningún animal beberá alcohol». A medida que los cerdos, que son los que se dedican a la política, consolidan su poder, comienzan a desarrollar los mandamientos. Por ejemplo, «Ningún animal dormirá en una cama» se cambia a «Ningún animal dormirá en una cama con sábanas», y son los cerdos los que duermen en los colchones. Otro desarrollo: «Ningún animal beberá alcohol en exceso». Al final, los mandamientos se reducen a uno solo: «Todos los animales son iguales, pero algunos animales [los cerdos] son más iguales que otros» que es, exactamente, lo que nos pasa en España con el art. 14 de la Constitución. Mira que lo advertía hace siglos nuestro sabio refranero: «Quien hace la ley, hace la trampa».

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