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Enrique García-Máiquez

Bala de plata

La curiosidad más honda y la trascendencia mayor es cómo transformará a Trump la experiencia de haber mirado a los ojos a la muerte

Actualizada 01:30

Ya se ha comentado mucho la miseria de tanto titular periodístico que se resistía a lo obvio con indignas perífrasis. Lo obvio: Donald Trump ha sufrido un intento de magnicidio. Supongo que en ello opera –más que la maldad pura– una resistencia subconsciente a considerarle magno. Y el berrinche de pensar que este accidente le pone todavía más fácil la victoria electoral.

Pero es lo que hay. La épica inherente a sobrevivir al atentado y con tanto aplomo. Su grito de «Fight! Fight! Fight!», que ha adquirido dimensiones de lema. Algunas fotos, que son más que magníficos carteles electorales, serán documentos históricos; y, aún más, ya son iconos democráticos. Sangre, coraje, bandera, moral…

Las consecuencias en la campaña electoral y las elecciones se han comentado mucho también y se pueden resumir fácilmente. Es de esperar que la demonización mediática del presidente Trump rebaje mucho su potencia de fuego. No se pueden echar responsabilidades como si fuesen una bomba de racimo y yo no lo hago, pero seguro que los comunicadores, artistas y humoristas se pensarán bastante más tanto señalamiento hostil a Trump. Por otra parte, en el voto, el eco de los disparos también se dejará sentir. Más allá de la lógica solidaridad con la casi víctima, todo el suceso incide en el punto fuerte de Trump (su vigor, su determinación, su ánimo) frente a las debilidades de su oponente.

Lo que se ha comentado menos, también porque entra dentro de los futuribles y de las suposiciones, es el efecto que este intento de asesinato pueda tener sobre el espíritu de Donald Trump. En principio, nadie sale igual cuando una bala ha pasado a milímetros de tu nuca y te ha cortado una oreja.

Se produce una repentina toma de conciencia de la seriedad de todo. Y de la efervescencia de estar vivo. La voluntad se tonifica. La fe en la Providencia, probablemente, se profundiza. La determinación de luchar por lo que merece la pena (y que ha estado a un pelo de merecer la propia vida) se fortalece. No lo sé por experiencia propia, pero me lo han contado, lo he visto y lo he leído. Lo escribió G. K. Chesterton: «La vida es un don de Dios, inmensamente valioso e inmensamente valorado; cualquiera puede comprobarlo apoyando una pistola en la sien de un pesimista». Fíjense lo que se producirá si es en la mente de un optimista y no sólo se apoya una pistola, sino un rifle semiautomático AR-15 que dispara varias veces y una bala te roza y te araña la cabeza… Hasta donde yo sé, nadie ha filmado con más belleza, alegría y hondura la eucatástrofe de un tiro que no da en el blanco como Krzysztof Kieślowski en las escenas iniciales de esa obra maestra que es la película Blanco.

La vergüenza de los titulares titubeantes, el oprobio de unas cuantas condolencias más contornadas que consternadas, la épica del puño de Trump en alto con el rostro ensangrentado y la bandera de fondo, el nuevo lema y el nuevo cartel, las elecciones electrificadas, etc., son cosas que sabemos y que no nos importa leer de nuevo por la alegría de que se ha salvado un hombre y que un asesino ha fallado en su propósito. Pero la curiosidad más honda y la trascendencia mayor es cómo transformará a Trump la experiencia de haber mirado a los ojos a la muerte o, si prefieren más literalidad, la de haber oído a la Parca silbándole su sinuoso secreto a la oreja.

Todos dicen que no se sale igual de esa experiencia y que se sale mejor. Chesterton remacha: «Todo el que, de hecho, ha tenido apuntándole una pistola confiesa que luego le ha venido bien». Como es probable que Trump resulte reelegido presidente del país más importante del mundo, nos importa mucho que así sea. Que de un mal surja un bien. Que del propósito de un crimen emerjan nuevas fuerzas dispuestas a luchar por la vida y la justicia.

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