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Agua de timónCarmen Martínez Castro

Guerra de sexos

Si yo fuera estadounidense, probablemente votaría a Kamala. Lo haría para castigar al Partido Republicano por no haber sido capaz en estos cuatro años de ofrecerme a un líder mejor que Donald Trump

Actualizada 01:30

El voto femenino siempre ha sido uno de los grandes mitos de la sociología electoral, pero al rebufo de la candidatura de Kamala Harris me malicio que vamos a sufrir a una auténtica avalancha de literatura al respecto. De hecho, ya ha comenzado: en las últimas semanas proliferan los estudios y artículos de opinión sobre la brecha ideológica que, al parecer, se está abriendo entre hombres y mujeres. Los hombres votarían cada vez más a la derecha y las mujeres a la izquierda.

Según estos análisis, el auge que han experimentado los partidos de la extrema derecha tendría entre sus causas la reacción de un sector del voto masculino ante las conquistas sociales de las mujeres. A partir de este punto ya se empieza a percibir el tufillo ideológico del planteamiento: la lucha de las mujeres por defender sus derechos frente a los machirulos de todo el mundo con el machirulo jefe, Donald Trump, a la cabeza.

Como no los firma Tezanos, no tengo argumentos para dudar del resultado de esos estudios, pero si tengo criterio para advertir de las nefastas consecuencias de esta deriva. Estamos ante otra fractura social gestada por razones puramente identitarias. Estamos dejando de ser sociedades cohesionadas, compuestas por individuos capaces de conjugar diversos intereses y elegir con criterios racionales, para convertirnos en una suma de grupos estabulados por razones puramente identitarias: hombres-mujeres, blancos-negros, urbanos-rurales, etc. Así hasta el nivel absurdo que estamos viviendo en España con el duelo televisivo-ideológico entre Broncano y Motos.

La consecuencia principal de esas políticas identitarias es la famosa y manida polarización, pero en ellas late la anulación del libre albedrío y un profundo deterioro democrático. Las decisiones políticas de cada persona vendrían predeterminadas por su identidad y no por lo que su raciocinio le pueda aconsejar en cada momento. En consecuencia, también queda desterrada la rendición de cuentas imprescindible en democracia. Pedro Sánchez se ha convertido en un maestro a la hora de manejarse en ese marco mental; ha engañado a sus votantes, a sus socios y a sus compañeros de partido hasta el aburrimiento, pero mantiene secuestradas sus voluntades por razones identitarias: o le siguen apoyando o viene la derecha.

Incluso la propia derecha es víctima de esa misma pulsión identitaria; solo así se entienden las sucesivas escisiones que viene protagonizando, siempre bajo la excusa de los principios y los valores traicionados, aunque el resultado de tanta autoafirmación sea padecer al gobierno de izquierda más radical de nuestra historia democrática.

Si yo fuera estadounidense, probablemente votaría a Kamala. Pero no porque sea mujer y mucho menos porque sea de izquierda, lo haría para castigar al Partido Republicano por no haber sido capaz en estos cuatro años de ofrecerme a un líder mejor que Donald Trump. El problema es que luego vendrían unos cuantos sociólogos muy sesudos a apuntar mi humilde voto a una especie de revolución feminista global y eso tampoco es plan.

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