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Enrique García-Máiquez

Cada uno lo suyo

Cuesta imaginar que hubo un tiempo en el que la aprobación del divorcio y sus problemas aparejados eran objeto de un vivo debate social

Actualizada 01:30

La ventana de Overton tiene persianas de seguridad autoblocantes motorizadas. Cuesta imaginar que hubo un tiempo –y lo vivimos nosotros de niños– en el que la aprobación del divorcio y sus problemas aparejados eran objeto de un vivo debate social. Los problemas aparejados, y no sólo para los hijos, sino para los cónyuges abandonados, son ahora evidentes, pero ya es un debate clausurado hasta en los jardines más recónditos del pensamiento reaccionario. Incluso a mí me tembló un poquito el pulso cuando tuve que escribir un prólogo para La superstición del divorcio de G. K. Chesterton, aunque me lo aguanté y lo escribí.

Por fortuna, no es así con la desgracia del aborto. En los últimos días, tres asuntos relacionados han ocupado las primeras planas. La viva polémica porque el próximo 2 de diciembre se celebre en el Senado, a instancias de Vox, la VI Cumbre Transatlántica por la libertad la cultura de la vida, organizada por la Red Política de Valores. Son significativas las palabras con que Mónica García quiere acabar con esta actividad: «La gente no está preocupada por el problema del aborto en España». Les urge echar la persiana.

El otro asunto es el tristísimo protagonismo que el aborto está adquiriendo en la campaña norteamericana. Kamala Harris va a muerte con él, como sabíamos, pero Trump va a trompicones. Calculan que se la juega, pues hay mucha gente que vota con el aborto en mente. Donald Trump hizo más que ningún otro político en activo por la defensa de la vida, pero ahora hesita, y deja que Melania lance guiños a los proabortistas. No es una situación gallarda, pero al menos nos recuerda las consecuencias de no defender con uñas y dientes y aplaudir toda iniciativa provida. Si las instituciones que tenían la obligación moral no hubiesen abandonado a Trump cuando daba la batalla a cara de perro, no estaríamos en esta tierra de nadie.

El tercer caso es el rey Balduino I y las declaraciones del papa Francisco I. Cuando hace unos días eché las campanas al vuelo por el propósito del Sumo Pontífice de abrir su causa de beatificación principalmente por su oposición al aborto y su negativa a firmar la ley, algunos buenos amigos me recordaron que no había hecho más que mirar a otro lado para no mancharse él las manos de sangre. El heroísmo y, no digamos, la santidad, exigen más.

Siempre exigen más, qué les voy a contar, pero nadie ha hecho más que lo poco que hizo Balduino I. Su gesto quedó como una marca de hasta dónde han llegado las aguas de la dignidad política. ¿Bajitas? Sí, pero es el récord. Y ahora su recuerdo y las palabras de Francisco contra el aborto han abierto otra vez el debate y han irritado a los que se matan por cerrar de una vez esa ventana de Overton. Los belgas han llamado a consultas al nuncio de Su Santidad. Montan un conflicto diplomático, nada menos, porque el Papa loe a su anterior Jefe de Estado. Así corren las cosas.

Y que corran así ayuda algo. A veces perdemos demasiado tiempo en cuestionar cómo y cuánto y quiénes expulsan a los demonios, por usar la expresión de Jesús, que renunció a la exclusiva, siendo Él quien era. Creo que hay un criterio infalible para saber si una acción civil o política, pequeña o grande, es buena. Si irrita a los contrarios. Tolkien lo tenía claro: «¡Obra del enemigo! —dijo Gandalf—. Estos son los golpes con que se deleita: enconando al amigo contra el amigo, transformando en confusión la lealtad». Como la cuestión es esencial, sigue insistiendo el autor de El señor de los anillos: «Piensa lo que quieras, pero soy un amigo de todos los enemigos del Enemigo Único. [...] Es una lástima que gente que habla de combatir al enemigo no pueda dejar que cada uno haga lo suyo». Todo aquel que haga lo mínimo tendrá mi máximo apoyo.

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