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Perro come perroAntonio R. Naranjo

¿Qué hace Sánchez celebrando la Hispanidad?

La pitada al presidente no es una anécdota: es el humilde acto en legítima defensa de un pueblo atacado

Actualizada 01:30

Aunque RTVE siempre minimiza toda adversidad para Sánchez, sea sonora o judicial, el número 1 de Aldama acudió a la Fiesta Nacional a ser pitado según el riguroso ritual que le acompaña cada vez que pisa la calle y se encuentra con la España real, alejada de los gabinetes de masajes con final feliz que frecuenta, siempre con palmeros a sueldo dispuestos a tratarle como la plebe del cuento «El traje nuevo del Emperador».

Callar el estruendo en la tele «de todos y de todas» es el síntoma de una decrepitud irreversible que no camufla ya ni toda la catarata de propaganda, bulos y manipulaciones generada por el Régimen para disimular que el Rey está desnudo y no tiene, a menos de mil kilómetros, una boutique donde comprar algún trapo para taparse las vergüenzas: si se cubre el Koldo, le asoma la Begoña, y si consigue disimular ambos, le irrumpe un Aldama o un Ábalos por la raja de la triste falda.

La pitada a Sánchez tiene, cada Día de la Hispanidad, dos impulsos, a cual más intachable: uno es el de siempre, su incompatibilidad manifiesta con lo celebrado, resumida en una retahíla de ataques contumaces a España que empieza por su mayor cercanía a Moctezuma que a Hernán Cortés y continúa con sus indultos a ETA, a Puigdemont y a Junqueras.

No se puede ser presidente en España y deberle el cargo a todos los enemigos de España, gobernando con ellos y para ellos: es como si Vinicius metiera todos los días un gol en propia puerta, el cirujano se dejara el bisturí en la caja torácica o el policía ayudara al ladrón a huir con el botín.

A esto se le añade, en esta edición bajo la lluvia, la certeza de que además de todos esos estragos, ha consentido otros en su entorno más cercano: mientras él ayudaba a extender un virus letal para no tener que aplazar el aquelarre feminista de la cofradía del gritito, confinaba inconstitucionalmente a 47 millones de españoles y no evitaba la mayor mortalidad de Europa en la primera ola; sus amigos se forraban vendiendo mascarillas a los compañeros del metal con la misma calidad que los explosivos del coyote con el Correcaminos.

No hace falta añadir las inmundicias personales de Ábalos, la bulimia de Aldama o el caciquismo de Begoña, los versos más sonados de este poema truculento: basta recordar que, mientras la gente se moría y la economía se iba a pique, una banda identificada por una rosa y un puño vio la oportunidad de hacerse millonaria cruzando teléfonos, contratos y apaños con cargos públicos.

Cuando Koldo llamaba «cariño» a Francina Armengol, la que estaba de copas en Mallorca mientras los bares permanecían cerrados y al borde dela quiebra, Sánchez pontificaba sobre la «nueva normalidad», esa distopía impuesta con el BOE consistente en generar una realidad paralela donde toda réplica democrática era una conspiración y todo abuso propio un derecho.

A Sánchez lo pitaron el 12 de octubre como cualquier otro día, que es lo mínimo que cabe esperar cuando un forastero llega al pueblo y se pone chulangano. Siempre acaba en el pilón.

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