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Al bate y sin guanteZoé Valdés

Un genocidio silente

El trabajo de un buen número de sacerdotes y monjas en la isla durante la última década, cuya misión es llevar una idea de libertad y de paz a los hogares cubanos ha sido y es inigualable, una obra inquebrantable de amor y constancia

Actualizada 01:30

Durante la semana en la que el régimen le tumbó la electricidad a Cuba entera y tras la visita del último ciclón (poco importa cómo se llame, uno más) ha fallecido un número considerable de niños y de ancianos en la isla. Murieron de hambre y ahogados. No busquen las cifras, no las hallarán en ninguna parte; no las publicarán, y nadie les pedirá cuentas porque a nadie le importa. Las vidas de los cubanos no importan. Alrededor de la misma fecha fueron asesinados en la cárcel dos presos políticos, silencio absoluto.

Estamos ante 'un genocidio silente', afirmó el sacerdote Alberto Reyes desde su parroquia en Camagüey en entrevista con Albert Castillón. He entrevistado al Padre Reyes en numerosas ocasiones, una de ellas para este periódico, y tiene razón Castillón cuando añadió que «se jugaba la vida» con cada una de esas entrevistas, con cada una de sus denuncias y acciones piadosas como sacerdote el padre Alberto Reyes se juega la vida y la de los suyos, olvidados bajo aquella tiranía. Como clamaba un borracho en la esquina del solar donde yo vivía en La Habana Vieja: «¡Aquí solo hay que estar vivo y despierto para que te maten y te duerman para siempre, carajo!».

Ayer sostuve un diálogo muy preciso vía WhatsApp con el Padre Alberto Reyes, me quejaba de no entender esta prueba tan grande que le ha impuesto Dios a los cubanos, o tal vez es que yo no veía las señales, es probable que me haya vuelto ciega pese a la fe que intento nutrir con lecturas y esperanzas. Él me reconfortó con la sinceridad que lo caracteriza, con ese verbo tan directo y urgente que siempre usa para que no existan confusiones ni desmayos propios del cansancio. El trabajo de un buen número de sacerdotes y monjas en la isla durante la última década, cuya misión es llevar una idea de libertad y de paz a los hogares cubanos, ha sido y es inigualable, una obra inquebrantable de amor y constancia. La verdadera gran obra humana que se ha producido como un milagro en una isla descreída y olvidada, lo otro son cuentos de camino, puro adoctrinamiento que se expandió hacia el resto del planeta.

Ustedes no conocerán los nombres de esos niños y ancianos fallecidos, tampoco verán los rostros llorosos de sus padres, de los familiares. No hay prensa que viaje a la isla para revelar las injusticias, pocos se atreven, casi nadie. Además, leerán en los comentarios debajo de este texto las infamias y calumnias de los oficiales de la inteligencia castrista que me persiguen y me monitorean desde hace décadas, de publicación en publicación, con la tarea de desmentir una verdad tan evidente como terrible, ya imposible de ocultar: los cubanos se mueren de hambre en un país gobernado por comunistas desde hace más de sesenta y cinco años. Lean aquí al menos el testimonio de alguien que da la cara, sabiendo a lo que se expone, inclusive viviendo en el exilio, su exsuegra murió de hambre; sí, porque a veces no llega a tiempo la ayuda, o lo que necesiten, en caso de que sea un medicamento la urgencia es mayor…

No soporto el lloriqueo, no reciban este artículo como un lamento más. No lo es, por el contrario, es un grito de ira. Llevo años de un grito colérico en otro, porque como en aquel documental titulado Nadie escuchaba, todavía nadie escucha. Nadie nos oye, evitan hacerlo porque para algunos la revolución castrista aún contiene algún sentido, que tendría que ver con su ambición individual.

Hace años en una presentación de uno de mis libros —en medio de la campiña francesa, que puede ser muy bonita en primavera, pero también muy tétrica en el peor de los inviernos—, allí en una de esas mediatecas de turno, tras la lectura de un capítulo, un comunista galo me lanzó: «¿No se da cuenta que con lo que usted ha escrito y que acaba de leer ha destruido mis sueños?».

Mi respuesta salió de mi boca como un latigazo: «¿No se da usted cuenta de que a mí me destruyeron la vida, que se la destruyeron a millones de cubanos, que esos sueños suyos han sido pesadillas para muchos y han costado vidas?». Me levanté y no acepté comer nada de lo que habían traído, aguanté cada una de las preguntas y los comentarios. Más tarde, en el tren, volví a llorar de rabia por Cuba.

Sí, es 'un genocidio silente', y las vidas cubanas debieran importar, desde hace rato que debieron importar.

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