El sentido del dolor
No es fácil evaluar la cantidad de bien que se habría suprimido en el mundo si no hubiera existido el dolor
El dolor no es un bien en sí mismo, pero tampoco carece de sentido ni es un mal absoluto. Abundan las reflexiones sobre él en la filosofía y en la literatura. Una de ellas es la que redactó C. S. Lewis en dos de sus libros, El problema del dolor y Una pena en observación, con motivo de la enfermedad y muerte de su esposa. A veces es ocasión para forjar las virtudes, del que sufre y de los demás. No es fácil evaluar la cantidad de bien que se habría suprimido en el mundo si no hubiera existido el dolor. Unamuno dijo que en él nos hacemos. Lewis afirmó que el dolor es «el grito de Dios» que pretende despertar la conciencia adormecida del hombre, sacarle de su vida errónea, es decir, del pecado.
Y también es ocasión para plantearnos la presencia (o ausencia) de Dios, su «silencio». ¿Dónde está Dios cuando, por ejemplo, se mata o viola a los niños? Y no faltan quienes utilizan la existencia del dolor para negar su existencia o para pedirle cuentas, como si fuera el origen y causa del mal. El producido por los hombres a ellos les es imputable, no a Dios. Y las catástrofes naturales, la enfermedad, la decadencia y la muerte no son ajenas a la responsabilidad humana, al menos según el relato del Génesis.
Creo que el mayor pecado del hombre es negar a Dios para ponerse en su lugar. No digo meramente negar su existencia. La primera tentación: seréis como dioses. Un pecado menor, pero pecado, consiste es reducirlo a categorías mundanas y convertirlo en una especie de funcionario eficiente que resuelve con diligencia las gestiones. Y si algo va mal, es culpa del gestor.
El principio de la sabiduría es el reconocimiento de la propia ignorancia. Podemos conjeturar algunas razones para la existencia del dolor, pero en última instancia, ignoramos su sentido último y los designios de Dios. En cualquier caso, según la Biblia, Dios creó el paraíso y la culpa humana hizo que fuera expulsado. Este problema ha agobiado a los filósofos y teólogos durante siglos. Leibniz dijo algo irrebatible. Si Dios es omnipotente e infinitamente bueno, este mundo ha de ser necesariamente el mejor de todos los posibles. Digo que es irrebatible, bajo tres condiciones: que se acepte la existencia de Dios (pero si no se acepta, ya no es responsable de nada), que es infinitamente poderoso e infinitamente bueno. Para refutar a Leibniz hay que negar su existencia, su bondad o su poder. Aunque no lo comprendamos, y Voltaire se burlaba de la tesis de Leibniz considerando el terremoto de Lisboa, este sería el mejor de los mundos posibles. Pero, al final, la religión consiste en el reconocimiento de la dependencia del hombre y de su limitación, y, en el caso del cristianismo, en la aceptación de que Cristo es el Hijo de Dios, es decir, Dios mismo.
Los filósofos, algunos o muchos de ellos, también rezan. Wittgenstein afirmó que la oración es la meditación sobre el sentido de la vida. Ortega y Gasset cita en una ocasión una maravillosa y breve oración hindú, que bien podría ser la oración del filósofo: ¡Señor, despiértanos alegres y danos conocimiento! Beethoven encabezó una de sus inmortales partituras así: A la alegría, por el dolor. Y, por cierto, la del filósofo es planta rara, infrecuente. La condición de filósofo no la otorga una oposición.
Es preciso reconocer un límite a nuestro saber y, más allá de él, guardar silencio. O rezar. El dolor no niega el misterio. Nos sitúa ante él. Cristo lo dijo: felices los que sufren.