O España acaba con Sánchez o Sánchez acaba con España
Una democracia no puede permitir que un presidente rodeado de corrupción ponga en la diana a jueces y periodistas
La deriva autoritaria de Pedro Sánchez, que es el disfraz que se pone un culpable cuando tiene el poder, no es cuestionable. La regresión democrática de España comienza por la aceptación de que se la puede gobernar con una fórmula que solo es viable si la Presidencia se convierte en la principal herramienta de destrucción del país, al vincular su propia supervivencia a la obediencia debida a los chantajes políticos, económicos y legales perpetrados por quienes la hacen viable.
Sánchez es un autócrata pendenciero porque solo así, desde la malversación de sus obligaciones morales e institucionales y la deformación de las reglas del juego por la puerta de atrás, puede lograr los votos imprescindibles para compensar la falta de apoyos propios en las urnas.
Los indultos, la amnistía, el cupo catalán, la liberación de terroristas, el vaciamiento del Estado en las regiones con presencia nacionalista, la devaluación de la Constitución, la colonización de las instituciones con adeptos obedientes, la deformación del Código Penal y el ataque a los contrapoderes genuinos de una democracia son consecuencia de ese pecado original, un obsceno cambalache entre las ansias de mantener el poder y el precio que le ponen para lograrlo, inasumible para España pero aceptado por un tramposo sin escrúpulos.
A partir de esa premisa, que constituye el peor caso de corrupción de la historia al consagrar un negocio espurio de superior dimensión al tradicional intercambio de favores por dinero, se entiende todo lo demás, sustentado en dos líneas destructivas paralelas: la fabulación sobre un peligroso enemigo que blanquee las alianzas propias y los peajes que comportan; y la persecución atroz de toda disidencia incontrolada.
La perversa utilización de la Fiscalía General del Estado, a las órdenes directas de la Moncloa como en una satrapía tropical, para destruir a un adversario político utilizando información reservada de su pareja, visualiza con estrépito esa deriva irreversible hacia posiciones incompatibles con el Estado de derecho y desvela la ausencia de límites de Pedro Sánchez en su triple objetivo de perpetuarse, lograr la impunidad y eliminar la contestación.
Ahí hay que ubicar el anteproyecto de una nueva Ley del Derecho a la Rectificación, incluida en el «Plan de Regeneración de la Democracia» y coincidente con la aprobación de un presupuesto de 125 millones de euros que, con la burda excusa de ayudar a los medios de comunicación a modernizarse, aspira a comprarse silencio y colaboración en la indigna tarea de derribar las fronteras morales, éticas, estéticas y jurídicas que ahora frenan al cacique.
Sánchez es un presidente acosado por la corrupción en su propio entorno familiar y secuestrado por unos aliados sin corazón que solo le mantienen con vida por la certeza de que intentará pagar todos los «impuestos revolucionarios» girados, tantos de ellos ya atendidos.
Y que con ese panorama se permita declararles la guerra a los jueces, acusándoles de conspirar desde una supuesta inspiración preconstitucional, e intentar ponerle una mordaza a la libertad de información, lo dice todo de su disposición a llegar hasta el final para evitarse el oprobio, la derrota y quién sabe si incluso las consecuencias penales de sus actos.
Todas las generaciones han tenido su «momento estelar», tomando la terminología de Stefan Zweig en su célebre tratado sobre los instantes en los que una decisión cambió para bien o para mal la historia. Y el nuestro va a ser, y ya es sin duda, el de decidir si nos ponemos al lado de la democracia o al de Pedro Sánchez, una síntesis de lo peor de las dictablandas clásicas, recubierta de bisutería retórica democrática cada vez más tenue.
Todo se resume, al fin, en una única idea: o Sánchez muere políticamente, o él matará a la democracia. No hay ya una tercera opción y la historia nos mira a todos.