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Enrique García-Máiquez

También carbón

Le exasperaba que gentes que vivieron aquel régimen pudiesen calumniarlo tanto o tragarse mentiras tan evidentes

Actualizada 01:30

Publicar una columna la mañana de Reyes es otro regalo. Estamos en el día del año en que menos lectores tenemos. Andamos todos abriendo paquetes y agradeciéndolos y, ¡todavía mejor!, viendo cómo los abren y cuánto van gustando a los demás. Nos falta la predisposición para leer noticias de política. Sobre todo ahora que se ha perdido aquella sabia tradición de que los Reyes también trajesen carbón, que, como sociedad, nos merecemos.

La soledad del columnista de fondo es el regalo de Reyes que quiero abrir, agradecer y aprovechar… para repetirme. Repetirse es uno de los grandes peligros de quien escribe muchos días al año. Repetirse, esto es: dejarse llevar por sus pocas obsesiones, sus insistentes intereses, sus campos de estudio o minifundios o sus cíclicas indignaciones. La querencia se entiende, pero nadie será buen columnista si no tiene la mayor de las consideraciones por su lector y, en concreto, por su inteligencia y por su buena memoria. Repetirse mucho es gritarle al oído esta ordinariez: «¡Que no te enteras!».

Recuerdo a mi maestro Aquilino Duque, que nació, como un regalo de Reyes para la literatura en español, tal día como hoy en 1931. Nadie más entretenido, memorioso, anecdótico, leído y grafómano. Sin embargo, cuando se trataba el tema del franquismo entraba en bucle. Le exasperaba que gentes que vivieron aquel régimen pudiesen calumniarlo tanto o tragarse mentiras tan evidentes. Incluso alguna vez repetía algún artículo, no por pereza, que Aquilino no conocía, ni por falta de inspiración, sino alucinado de que su argumentación no hubiese cambiado el curso de los infundios. De él dijo Felipe Benítez Reyes que era como don Quijote; un hombre amable, dulce, tolerante y ameno, que sufría un automático ataque de furia en cuanto le mentaban mínimamente el tema de la caballería, que, en el caso de Duque, era el régimen anterior.

Yo banco a Aquilino y al don Quijote que se desesperaba con más razón que un santo al ver cómo la naciente modernidad daba la espalda al indispensable ideal de la caballería andante. Y cargo también con mi propia obsesión inflamable. Así que, aprovechando que hoy no es día de leer columnas, me permito la mía persistente, repetida, dolorosa.

Me enfurece la pasividad suicida de Europa en general y de sus políticos en concreto con las oleadas de inmigración ilegal y, más específicamente, musulmana. No entiendo el interés implícito en fomentarla ni la facilitación explícita ni tantas ominosas omisiones para frenarla. Está comprobado con números y datos que el saldo económico es negativo, las estadísticas y nuestros propios ojos nos advierten de que en lo social las consecuencias no son nada buenas y que los barrios más populares terminan devastados. Hay víctimas constantes entre los más débiles. Tampoco civilizatoriamente contribuyen a salvar nuestros modos de vida ni la cosmovisión occidental, apoyada en la dignidad de todos y en la libertad de cada uno. No me explico la complicidad.

La negación de la realidad ha llegado a casos monstruosos en Inglaterra, donde el Gobierno y la policía, que tienen la misión sagrada de proteger a los ciudadanos, han ocultado cientos de miles de violaciones a niñas británicas porque las cometían los pakistaníes. En todas partes cuecen habas, y aquí se acallan los índices de criminalidad. Y se cierran los ojos al problema demográfico. Como don Quijote de la Mancha, como don Aquilino Duque, yo preguntaría por esto, exasperado, todos los días, ¿por qué?, ¿por qué?, a voz en grito y sin solución de continuidad.

No puedo hacerlo, porque mis lectores ya lo saben y no es cuestión de repetirles a ellos lo que tienen claro y les duele tanto como a mí. Voy a aprovechar que los Reyes Magos no se han terminado de marchar para pedirles un segundo regalo, tras el de repetirme sin ambages. Les pido que los políticos, los medios de comunicación y la opinión pública en general no vuelvan la espalda a los problemas reales que acechan nuestro presente y nuestro futuro. Y que, si no, les traigan —tercer regalo— mucho carbón.

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