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Enrique García-Máiquez

Dragoncitos

En el salón he tenido de siempre, sin saberlo, la representación iconográfica de la hermosísima tradición que estamos recuperando con empeño

Actualizada 01:30

Según gusten, pueden leer este artículo como una curiosidad navideña de esas que se susurran al final de la sobremesa familiar, o como un guiño de la providencia. En todo caso, es una historia pequeña pero que podría valer de cuento de Navidad casi dickensiano.

Hace cuatro o cinco años leí de la hermosa tradición de bendecir el vino en el día de san Juan Evangelista, al finalizar su misa. La costumbre arranca de una leyenda piadosa que ha marcado la iconografía del santo. En Éfeso, intentaron envenenarlo disolviendo el tósigo en lo que más le podía gustar al discípulo predilecto de Jesús: una copa de vino. Como discípulo de su maestro, bendijo la copa por pura devoción y agradecimiento, y en ese mismo momento salió del vino el veneno en forma de dragoncito o pequeña serpiente. Se bebió el vino hasta el fondo, tan contento. Por eso, a san Juan se le representa a menudo con una copa en la mano de la que sale un microdragón o una víbora.

Y por eso se bendice el vino cada 27 de diciembre. Para que salga de él lo poco peligroso que pueda tener, y quede lo mucho benéfico. Ese vino bendito en la misa de san Juan se usaba para beberlo antes de entrar en batalla, durante la enfermedad o incluso para echar unas gotas en la botella de vino que se abre para agasajar a unos invitados.

Desde que lo leí, uno de mis mayores empeños litúrgicos, si no el mayor, ha sido recuperar esa tradición. Porque las tradiciones hay que guardarlas, sí, pero también recuperarlas y, desde luego, crear cosas y acciones tan hermosas que merezcan ser transmitidas. En este caso, tocaba recuperarla. En Jerez de la Frontera tenemos nuestra santa misa de san Juan, nuestra bendición del vino y luego una copita en la sacristía de la capilla de Los Remedios para empezar el año sacro-enológico hasta el próximo san Juan, con buen pie. En Madrid, en Nuestra Señora de la Paz, también lo bendicen. Y en Valencia, en la capilla, precisamente, de San Juan del Hospital. Y esto sólo es el principio y es lo importante.

Ahora viene la anécdota. La noche de este día de san Juan, justamente, tras la misa, la bendición, la sacristía, la cena votiva y la confraternización subsiguiente, tomábamos la penúltima en mi casa, cuando mi hermano Jaime, que es historiador de arte, se vuelve y mira una figura de alabastro que tenemos en una mesa auxiliar. Cuando unos novios se casan también se juntan en el nuevo hogar recuerdos familiares de cada una de las dos casas de origen. Mi mujer aportó, entre muchas cosas bellísimas como de ella, una pequeña talla de alabastro muy castigada por las vueltas del tiempo, pero aún luminosa, con una envolvente transparencia interior, que decían que era una niña romana o un muchacho, con su túnica y su melenita.

Ha estado ahí muchísimos años; pero justo esa noche se vuelve mi hermano, que viene continuamente a casa, y dice: «¡Qué bonita es esta talla de san Juan»! Doy un bote. Lo miro. ¡Es san Juan! Indudablemente. Joven, como era. Con túnica. Con su copa. De la cual sale ¡la serpiente o el dragón! Si no lo he contado bien del todo, no importa, porque ustedes se pueden imaginar mi sorpresa. En el salón he tenido de siempre, sin saberlo, la representación iconográfica de la hermosísima tradición que estamos recuperando con empeño rayano en el quijotismo. Y lo descubrimos el mismo día de su fiesta, tras la bendición.

Admiro mucho a Dickens y a sus sucesivos espíritus de las navidades y tal y cual, pero lo nuestro me parece digno de contarse. Y de celebrarlo. Esa noche brindamos por san Juan con renovada devoción. Brindis al que les invito a sumarse, con vino sin bendecir, si no les queda otro remedio, que ya lo remediarán el año que viene, si Dios quiere, que ya se ve que quiere.

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