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El observadorFlorentino Portero

Qué Alianza

Las relaciones entre Estados Unidos y Europa se van a tensar en los próximos años, hasta el punto de cuestionar el futuro del vínculo entre las dos orillas del Atlántico, que ha estado en la base de nuestro progreso, bienestar y seguridad desde el final de la II Guerra Mundial

Actualizada 01:30

El próximo lunes Donald Trump tomará posesión de la presidencia de Estados Unidos, dando paso a un nuevo período en la historia de esa gran potencia, que desde la II Guerra Mundial ejerce de manera indiscutible el liderazgo del bloque occidental. Vivimos tiempos de cambio y esta nueva Administración se va a formar partiendo de esta idea. No vienen a continuar ni a rectificar algunas políticas. Su ánimo es más radical y su voluntad firme, tanto por las características del personaje como porque solo va a tener cuatro años para desarrollar una política que busca provocar grandes cambios.

Las prisas son evidentes. Ya antes de tomar posesión, Trump ha amenazado a Dinamarca con usar la fuerza si no vende a Estados Unidos Groenlandia, como si de una finca se tratara. Es una curiosa forma de proyectar el mercado inmobiliario a la política internacional. Si el nuevo presidente trata así a un aliado no nos puede sorprender que haga lo mismo con un Estado que no lo es, como Panamá, a quien exige bajo la misma amenaza la devolución de su canal. Con Canadá, también aliado, parece tener una mayor consideración, pues cree que no es necesario amenazar con el uso de la fuerza para conseguir que se incorpore, eso sí, como un solo Estado, a los Estados Unidos. A pesar de su tamaño y población parece ser que no podría disponer de más de dos senadores, como Delaware.

Los analistas han optado por rebajar la tensión, subrayando que estas declaraciones no son más que estrategias de negociación. No lo voy a discutir, pero sí quisiera recordar que las formas son algo sustancial. Un trato vejatorio supone el reconocimiento burdo de una desigualdad. Ofender puede amilanar a la otra parte, pero a costa de una pérdida de confianza y las alianzas se construyen sobre la confianza. Si esta se difumina, o abiertamente se pierde, no cabe esperar que aquella perdure.

Las amenazas no se han circunscrito al sector inmobiliario. Ya antes de acceder a la Casa Blanca ha tenido a bien comunicarnos que piensa subir la cuantía de un buen número de aranceles a productos procedentes de la Unión Europea, lo que implícitamente supone que Estados Unidos afronta la Revolución Digital de espaldas al Viejo Continente.

Por último, Trump exige a los miembros de la Alianza Atlántica una inversión mínima en defensa equivalente al 5% del PIB cada año. Una cantidad extraordinaria a la que no llega ninguno en la actualidad, ni siquiera Estados Unidos, y que no ha sido justificada. En realidad, no se trata de establecer cifras mágicas, sino de elaborar estrategias que nos lleven finalmente a saber qué capacidades necesitamos. Sólo entonces podremos hablar de presupuestos.

Por si fueran pocos los arreones trumpistas antes de su proclamación, uno de sus socios políticos, el aún más singular Elon Musk, se pasea por las capitales europeas entrometiéndose en cuestiones domésticas y llegando a maniobrar para provocar la caída del Gobierno británico que, por lo visto, no es de su gusto. Los anarco oligarcas se sienten seguros de sí mismos y actúan con claro desprecio a la soberanía nacional y a la voluntad de la ciudadanía. Con Musk de la grosería se pasa al esperpento.

Esta singular manera de negociar, que parte del desprecio al aliado, puede generar beneficios en el corto plazo. En temas en los que Estados Unidos tiene toda la razón, y en más de uno la tiene, podríamos presenciar en breve éxitos diplomáticos de la nueva Administración. Sin embargo, una diplomacia arrogante puede acabar provocando resultados contrarios a los deseados, si es que lo que se busca es adaptar la Alianza a un tiempo nuevo. Europa está profundamente endeudada y carece de liderazgo para afrontar las reformas que un informe tras otro le demandan. Sus sistemas políticos están sufriendo una seria erosión y crecen las formaciones políticas alternativas que proponen cambios de distinto signo. Algunas se sienten próximas al nuevo republicanismo representado por Trump, pero en caso de llegar a gobernar podría producirse un choque de intereses. Otras, por el contrario, se encuentran en sus antípodas.

Las relaciones entre Estados Unidos y Europa se van a tensar en los próximos años, hasta el punto de cuestionar el futuro del vínculo entre las dos orillas del Atlántico, que ha estado en la base de nuestro progreso, bienestar y seguridad desde el final de la II Guerra Mundial. Esa tensión, y no digamos ya la quiebra de la Alianza, supondría un inmerecido regalo para la diplomacia china. Los gobiernos europeos van a vivir entre las presiones de Washington y de Pekín, con chantajes de distinto signo, pero chantajes al fin y al cabo. Lo lógico, lo inteligente, sería responder con una sola voz desde Bruselas, pero todo apunta a que serán las capitales las que traten de encontrar la vía más efectiva para salvaguardar o potenciar sus intereses nacionales. De hecho, tanto norteamericanos como chinos parecen jugar a esta carta. Ya se sabe, «divide y vencerás». Sin embargo, aunque los nuevos dirigentes norteamericanos parecen no saberlo, a Estados Unidos le conviene una Europa fuerte y unida, razón por la cual apoyaron desde su inicio la aventura europeísta.

Sin ánimo de ejercer de adivino, todo apunta a que la nueva diplomacia norteamericana va a facilitar el trabajo a sus rivales chinos. Unos Estados Unidos distantes y altivos acabarán convenciendo a los europeos de que la prudencia aconseja mantener una posición equidistante de ambas superpotencias, grandes mercados con gobiernos poco fiables. Esta sería una vía muy peligrosa para Europa, salvo que despertara de su ensueño postmoderno, fuera capaz de asumir la realidad tal cual es y se centrara en innovar y fortalecerse, para asegurar un buen futuro. Esto último podría ocurrir, pero es muy poco probable.

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