Rajoy y el resentimiento
No se desvió jamás del camino y, contra viento, marea y puñales de la derecha mediática y política, alcanzó el poder para arreglar la bancarrota socialista
Mariano Rajoy fue, en líneas generales, un buen presidente del Gobierno. Y ahora es el mejor de los expresidentes. Centrado en su profesión de registrador de la propiedad cuida mucho sus intervenciones públicas para no parecer un jarrón chino que estorba donde lo pongas. Habla siempre con respeto de sus adversarios, incluso de los que han actuado como tales desde sus propias filas. Su reciente intervención en El Hormiguero nos reconcilió con la inteligencia, la ironía y la urbanidad. Demostró, además, que es uno de los últimos defensores del reglamento y de la obediencia debida y que no hay mayor honor para él que haber presidido el Gobierno de España. Y todo eso en un mundo de certezas postergadas suena bien.
Rajoy llegó al poder con conocimiento, experiencia, institucionalidad y educación. No se crean que, como el valor en la mili, todo eso se le supone a un político. Y si se le suponía, ahora ya no. Nos salvó de una intervención económica en medio de movimientos disolventes y antisistema y mantuvo siempre una política para adultos hecha por adultos. Naturalmente patinó: subió los impuestos a las clases medias, a pesar de haber prometido no hacerlo, renunció a dar la guerra ideológica pese a que disfrutó de una envidiable e irrepetible mayoría absoluta -hay quien sitúa precisamente en este desistimiento el nacimiento de Vox- y dejó campar a sus anchas la autoconcedida superioridad moral de la izquierda, sin olvidar que, aunque con él no nació el separatismo que avivó con denuedo Zapatero, le dieron un golpe de Estado en sus mismas narices mientras su primera vicepresidenta compartía carantoñas con uno de los sediciosos, el luego indultado Oriol Junqueras.
No son pocas sus fallas. Pero en toda obra humana las hay y siempre conviene ampliar el foco. Y creo que el político gallego dio la talla con creces. Desde luego la humana, porque casi siete años después de que Pedro Sánchez le desalojara injustamente de la presidencia, ganando con un grupo de separatistas y filoetarras lo que no había conseguido en las urnas, es hoy el día en el que no habla con resentimiento ni inquina de nadie. Ni siquiera del tahúr que se concertó con un juez para hacerle una moción de censura en base a una imputación por corrupción por el caso Gürtel que jamás salpicó al presidente ni a ninguno de sus ministros. Sí, en cambio, a alcaldes de la zona oeste de la Comunidad gobernados por el PP de Madrid. Se fue sin pasar factura a nadie y es claro que dejó una España mejor que la que recibió de Zapatero. Asimismo, gestionó con éxito una tormenta institucional con Rubalcaba que desembocó en los intensos días de la abdicación del Rey Juan Carlos.
Es importante no olvidar que Mariano -concejal, presidente de Diputación, parlamentario regional, vicepresidente de la Xunta, diputado nacional, ministro y vicepresidente antes que jefe del Ejecutivo- llegó a Moncloa para enderezar los dislates del hoy mejor amigo de dictadores, José Luis Rodríguez Zapatero. Y que, hasta llegar allí, supo mantener una posición honorable a pesar de que sufrió una campaña de fuego amigo basada en una delirante teoría de la conspiración sobre los atentados del 11 de marzo de 2004, campaña en la que participaron lideresas del PP, locutores radiofónicos y directores de periódicos, alguno de los cuales hoy se retrata en amor y compaña con la catedrática Begoña y su marido. Es decir, ciertos sabelotodos que despreciaron la verdad judicial y cargaron contra todo aquel que no les secundaba considerándolos peligrosos rojos, comparten continuamente fotos y canapés con Pedro y su señora. «Cosas veredes.»
Pero el entonces candidato a la Presidencia no se desvió jamás del camino y, contra viento, marea y puñales de la derecha mediática y política, alcanzó el poder para arreglar la bancarrota socialista. Eso sí, erró al creer que podía gobernar sin un sistema mediático a su favor, algo en lo que la izquierda tiene depositadas todas sus esperanzas de supervivencia. De aquellos polvos, estos lodos.
Escuchar a alguien con relevancia pública pronunciarse sensatamente es un lujo en la escena política actual. Y hacerlo sin ego ni ganas de vendetta ni ánimo de dañar, un bálsamo para el debate público. Solo hay que compararlo con el ególatra que nos gobierna, lleno de complejos y nula empatía. Que si ya es el peor presidente de la democracia, espérense a comprobar cómo ejerce de expresidente. Él no tendrá una vida de placidez personal a la que volver, ni un puesto de registrador con el que reencontrarse, ni una seguridad moral con la que resistir que ya nadie te considere el césar. Cosas esenciales que Rajoy, con todos sus defectos, sí ha tenido. Y se nota.