Todo lo que motea
No hay que usar sólo la medicina preventiva de curar el nacionalismo. El patriotismo se contagia viajando. Es imposible conocer España y no amarla
El nacionalismo se cura viajando, pero, como yo no soy nacionalista, de eso que me libro. Para mí, «viaje de placer» es un oxímoron y, como Josep Pla, no he viajado por placer en la vida. Sólo lo he hecho, ay, por tres motivos: o por «viaje de trabajo», que es una redundancia, o por peregrinación o porque a mi mujer le apetecía (y hasta el matrimonio más feliz conlleva sus dosis de inmolación).
Lo que no quita, que ya puestos, luego disfrute del viaje. No hay que permitir que nuestros más acendrados prejuicios nos cieguen los ojos. Y así, contra todo pronóstico, he disfrutado lo indecible de un fin de semana en Palma de Mallorca.
La ciudad es preciosa. Hemos tenido la suerte de recorrerla acompañados por el escritor Daniel Capó, indígena y sabio. No había rincón que no guardase una anécdota literaria y los siglos se sucedían hacia adelante y hacia atrás a ritmos sincopados y contrafugas. En una calle nos encontrábamos una panadería y obrador que, según la crónica de la conquista de Mallorca, ya obraba allí dulcemente en 1229, hace 795 años. En la siguiente calle, estaba el restaurante favorito (y diario) de mi admirado Cristóbal Serra, y detrás de una esquina, la casa de los Villalonga. Viendo ese entusiasmo que iba del pasado al presente y a la esperanza y vuelta, Capó clavó el concepto: la ventaja del conservadurismo es que aspira a la extensión del tiempo. En ese sentido, emula la mirada de Dios, para el que todo lo que fue, es y será es y es bueno.
De Mallorca asombra su manera tan propia de ser tan española (en líneas generales y asimilando las excepciones). La diversidad de España podría haberla incluido el poeta Gerard Manley Hopkins en ese poema inolvidable en el que da gracias a Dios por las cosas moteadas o variopintas, por los cielos (como los de estos días de lluvias repentinas y soles breves) cual reses berrendas, a dos tintas. Hopkins incluso agradece la mota rosada que en la trucha que nada pinta pintas de antojo; y las alas del pinzón; y las campiñas ensambladas de partes: redil, labor, barbecho; y todos los oficios con sus artes, su apero, su pertrecho. España podría contarse entre todo lo peregrino, singular; cuanto de raro y vario ha sido hecho con modo de mudar, todo lo que motea.
La belleza de Mallorca la veíamos diversa y multiplicada: con nuestros ojos, pero, sobre todo, a través de los ojos de Capó, que se volvían sobre la ciudad para enseñárnosla a nosotros con sus conventos, sus esquinas, sus historias de marqueses y de chuetas, sus escritores y sus pintores, sus idiosincráticos extranjeros y sus insulares sofisticados. Sus dulces y sus sobrasadas. Sus tiendas cosmopolitas y sus cargols a la mallorquina.
Hay un efecto multiplicador –casi trinitario– en esta mirada que se vuelca sobre el objeto amado y que dirige y enseña a mirar al que terminará también amando y viendo con la luz prestada. No es lo mismo ver una ciudad siguiendo una guía que siguiendo a un guía de la tierra. En la puerta del hotel han puesto una frase hecha del Dalai Lama: «Mallorca me gusta porque ha sido creada con la misma fuerza del amor». O algo así. Eso, estrictamente hablando, esto es, hablando teológicamente, puede decirse de cualquier rincón de la tierra y del universo. Es más verdad el amor concreto de alguien a su isla y a sus gentes, que se nos contagia con naturalidad, porque también es nuestra tierra y son nuestras gentes.
Si todo el dinero que se ha gastado en fomentar los localismos catetos y las ínfulas autonómicas, se hubiese invertido en animar a que los españoles conociésemos las otras partes de España y a nuestros compatriotas diversos, nos habría salido barato; y estaríamos mucho más contentos, unidos y orgullosos. No hay que usar sólo la medicina preventiva de curar el nacionalismo. El patriotismo se contagia viajando. Es imposible conocer España y no amarla.