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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Contra la propiedad privada

Ya hemos llegado al punto de que todo propietario y todo ahorrador es en sí mismo un «fondo buitre», para alegría de un Gobierno inútil

Actualizada 01:30

Ahora está de moda atacar a la propiedad privada en cualquiera de sus variantes, y dar por hecho de que procede de un robo o una injusticia que debe ser revertida: el ahorro es fruto de la codicia y el atraco a un tercero; un buen sueldo es a costa de la explotación de un pobrecillo y tener una casa, y no digamos dos si la segunda la alquilas o la tienes cerrada, es una expropiación legalizada del derecho de una víctima, pisoteado por ese terrateniente sin escrúpulos.

El mensaje atruena en las televisiones y medios del Régimen, con infinitos minutos de gorjeo inane de portavoces del llamado «Sindicato de inquilinos», que ni es sindicato ni representa a inquilino alguno: el de verdad no tiene problemas de desalojo si paga, así que en el mejor de los casos hablan en nombre de los okupas en distinta modalidad (el moroso voluntario, el deudor involuntario y el jeta de la patada en la puerta) o de aspirantes a tener una vivienda, que son muchos, tienen razón y necesitan mucho más que el parloteo hiperventilado de unos pocos antisistema.

Varios de esos heraldo del derecho a la vivienda ya proponen abiertamente una «huelga de inquilinos», que básicamente consistiría en dejar de pagar masivamente por sus arrendamientos y bloquear con ello la acción judicial, desbordada por esa marea de insumisos. Y completan el discurso con un sinfín de bagatelas retóricas contra los propietarios, a quienes se sitúa por debajo de los usufructuarios de su bien patrimonial, como si su único papel fuera el de proveer de un techo al personal y, a continuación, sufrir y callar.

Las protestas, que han recorrido media España, se caracterizan finalmente por una peculiaridad: apenas se señala al máximo responsable de todo, que es el Gobierno, cuya política en el sector ha consistido básicamente en no hacer nada y en legislar a favor de la okupación, convirtiendo medidas excepcionales de la pandemia en normas ya estructurales y avalando la teoría de que el problema de la vivienda en España es de quienes tienen más de una y la explotan según las leyes del mercado: si la demanda es superior a la oferta, tienen la sartén por el mango.

Cualquiera con dos dedos de frente concluiría que el problema es, pues, de oferta, por escasa. Y que aumentarla es bastante más práctico que criminalizar a los actuales ofertantes, pero también más exigente. Lo cómodo es poner topes inútiles a los precios de alquiler, llenar el vacío con conceptos estériles como las «zonas tensionadas», encontrar en este conflicto otra manera de perfeccionar la estrategia de la confrontación de bloques (hombres y mujeres, fachas y progresistas, empleados y empresarios, dueños e inquilinos, jóvenes y mayores) y, al final, convertir a todo quisque en un «fondo buitre» en sí mismo para tapar la inepcia endémica propia.

España tiene un problema de vivienda porque, simplemente, el Gobierno es incapaz de trabajar con lealtad con quienes pueden construirla, de coordinar a las administraciones, de rebajar la burocracia y la rapiña fiscal en la promoción y venta y, finalmente, por su pavorosa apuesta contra la propiedad privada, que hace huir del mercado a miles de viviendas de alquiler ante el temor de que, cuando lleguen los impagos, lo más probable es que tengas que fastidiarte y pagar además la luz, el agua y ya puestos hasta la cena a domicilio.

No existe ningún país en el mundo donde la democracia sea compatible con la devaluación de la propiedad privada, definitoria de un Estado de derecho próspero y libre. Y en España esa certeza lleva tiempo deteriorándose, para horror del país y perjuicio de quienes, paradójicamente, se ponen con infinita ingenuidad detrás de las pancartas y grititos de unos cuantos lerdos con galones concedidos por el Gobierno.

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